miércoles, 14 de mayo de 2025

Bicho raro

      Recordaba haber sentido dolor toda su vida. Daba igual la parte del cuerpo: cuando no tenía infección de oído, era de garganta, de espalda o de pies. Había tenido que pasar por múltiples tratamientos, hostigada por una débil salud. Sin pretenderlo, se había ganado múltiples apodos en el colegio debido a sus enormes botas ortopédicas, al aparato de dientes, a las gafas que, año tras año, se volvían más gruesas, etc.

      En el instituto, las cosas no mejoraron: pasó de ser el hazmerreír a ser el bicho raro, y en la universidad, la eterna virgen. Cuando acabó la carrera de Biomedicina, su propósito más firme era ayudar a otros para que no tuvieran la vida que ella había tenido. Sin embargo, la vida la golpeó de nuevo cuando el único chico con el que había salido le contagió una infección genital que volvió a doblegarla a base de antibióticos y antivirales. Al parecer, el muchacho había tenido un escarceo con una mujer una noche que había salido con sus amigos.

       La relación se terminó en ese mismo instante y, rota por la desesperación, pasó esa noche sentada en una de las sillas de la cocina, con la mirada fija en una de las baldosas de la pared. Se había pasado la vida llorando en secreto, en la soledad de su habitación. Sin embargo, aquella noche no lloraba. Su mente había conseguido desconectarse del dolor, de la realidad de su cuerpo tangible.

       Cuando por fin la primera luz del día iluminó sus manos, se levantó y se puso un chaquetón encima del camisón. Salió de casa y, de forma autómata, se dirigió al laboratorio en el que llevaba trabajando los últimos cinco años de su vida. A esas horas, el vigilante de la garita de entrada al recinto no reparó en su apariencia física, ya que disfrutaba de un cálido café mientras escuchaba la radio. Simplemente la saludó con la mano, facilitándole el acceso al edificio.

      Subió a su planta, donde, tras pasar su carnet magnético, tuvo acceso a todas las cámaras en las que se conservaban miles de probetas con diversas muestras vivas de organismos que estudiaban a diario.

       Abrió su bolso y, media hora más tarde, volvió a salir del edificio sin que nadie reparara en ella ni en su camisón de cerezas, que asomaba desgastado debajo de aquel chaquetón.

      Se subió al coche y, sin apenas parpadear, condujo diligente hacia su destino. Ya no habría más humillaciones. Se acabaría el ser un bicho raro. No respetó ni uno solo de los semáforos que le cortaban el paso, pero a esas horas de la mañana de un sábado, las calles estaban desiertas.

      Desde el coche saludó a Herminio, el orondo agente de seguridad de la central de suministros de agua de la ciudad. Estaba avisado de que, aleatoriamente, los miembros del Laboratorio Central de Sanidad podían ir a recoger muestras de agua, por lo que, cuando vio la identificación de ella, le facilitó la entrada saludándola con un gesto militar.

       Sabía perfectamente dónde estaba la central de distribución general del agua potable de la ciudad, por lo que no le costó acceder a la puerta que llevaba al interior de aquel enorme búnker. Una vez dentro, se quitó el chaquetón y lo dejó en el suelo. Abrió con cuidado el bolso y, una a una, fue vaciando las probetas de aquel líquido transparente, dejándolo caer en aquel inmenso manantial de agua ya depurada.

      Casi un centenar de probetas vacías se apilaban a sus pies. Cuando terminó, se dirigió a las metálicas escaleras que se introducían en el agua y permaneció allí, dejándose flotar, mirando el techo de hormigón de aquel lugar. Rápidamente comenzó a dejar de sentir dolor, en desaparecer para siempre.

         La policía no tardó en personarse en el vestíbulo del Laboratorio Central. Aquella llamada hablaba de una gran tragedia. Al parecer, uno de sus empleados podría haber sustraído centenares de una de las bacterias más agresivas.

        —¿De qué demonios estamos hablando? —preguntó exasperado el inspector Robles.

     —Del Vibrio vulnificus… o, si lo prefiere… la bacteria «come carne» —contestó con un claro temblor en la voz.

        Esa semana no cesaban de oírse sirenas de ambulancias por toda la ciudad. Nadie sabía cómo se habían contagiado. Pasaron dos semanas buscando alimentos en común. Todos los laboratorios del país analizaban miles de muestras. Hasta que uno de los empleados acudió al depósito de agua a recoger unas muestras y, al entrar en el búnker, pisó un montón de probetas de cristal.


6 comentarios:

  1. Ostras!!!!!!!es de lo mejor.......lo k habría hecho yo🤣🤣🤣🤣ni k lo hayas hecho pensando en mi😜😜😜😜 me ha encantado....

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  2. Ostra, es bestial! 🤣🤣🤣

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