Desde que nací había sido el ojito derecho de mamá. Hasta que aquel mocoso llegó a casa, yo era el dueño de todo el tiempo y las sonrisas de mamá. Disfrutaba de toda su atención. Cada nueva meta que alcanzaba se convertía en una fiesta de abrazos y besos y, por supuesto, de obligada repetición ante papá, los abuelos y cuanta visita viniera a verme.
Porque sí, porque era a mí a quien venían a visitar, y siempre me traían chucherías de todo tipo: chocolates, bolsas de aperitivos, caramelos… Incluso, en contadas ocasiones, juguetes. Yo lucía mi mejor sonrisa y pronunciaba un "gracias" de esos que dejaban a los adultos con cara de lelos, mirando el hueco de mi primer diente caído. Luego, mi primera bata del cole de mayores, después mis primeras notas, mi mochila de mayores…
Una tarde de verano —y lo recuerdo muy bien porque estaba disfrutando del reflejo del sol en el agua de la piscina de casa—, mis padres me llamaron. Me hicieron salir del agua, cosa que no me gustó, aunque pensé que sería para ofrecerme un helado, así que intenté cambiar el morro de enfado por una mirada curiosa hacia la mesa. No vi el helado, así que volvieron los morros.
Mi madre me miraba muy fijamente y se reía de mi cara de ancianito. No lo entendí, por lo que al morro fruncido le acompañaron las cejas bajas. Yo quería volver al agua; además, empezaba a tener frío mientras notaba el agua resbalando por mis piernas.
—¿Te cuento un secreto? —la miré embelesado. Aquella pregunta podía ser mejor aún que el helado. Esperé allí, expectante, a conocer ese secreto que hacía que mi padre también sonriera como un tonto. Dios, aquel helado debía de ser impresionante—. Vas a tener un hermanito.
No sé la cara que debí de poner, porque estaba demasiado preocupado en volver al agua si no iban a darme ningún premio por haber salido de la piscina. Mi padre me hizo una foto en la que yo miraba a la piscina. Aquel hermanito ya empezaba mal.
Conforme la tripa de mamá parecía una pelota, ella empezaba a sentirse siempre muy cansada para jugar conmigo. La gente venía a verla a ella y no a mí, y de las bolsas de regalo ya solo salía estúpida ropa de bebé.
El día que mamá volvió del hospital con mi hermano, yo decidí hacerme pis encima. Era mi bienvenida a aquel niño que no hacía nada más que dormir y que no sabía ni sumar dos números. Cuando, con el tiempo, consiguió mantenerse sentado —ya que solía caerse de espaldas el muy tonto—, mis padres aplaudían y le hacían mil fotos. Me puse de pie y le empujé un poco hacia atrás, y volvió a caerse. Yo estaba seguro de que era porque le pesaba mucho la cabeza. Mi madre, sin embargo, se molestó conmigo y me llevó a "la silla de pensar", que no solía visitar mucho hasta que él llegó.
Conforme pasaron los años, empecé a verle un poco la gracia a eso de tener a alguien con quien jugar, y me iba cayendo un poco mejor. Incluso, cuando comenzó en el cole de mayores, yo dejé de jugar con mis amigos para vigilar que nadie le hiciera nada. Era mi hermano pequeño, era mi deber. O así lo entendí yo.
Yo ya tenía doce años cuando, una mañana de sábado, se me ocurrió jugar con mi hermano al escondite. La idea era que mamá y papá no lo encontrasen. El problema era aquella risa suya tan aguda y contagiosa que siempre lo delataba, así que le puse un pañuelo bien atado en la boca. Se me ocurrió que el mejor sitio para esconderlo era bajo mi cama, metido en el canapé.
El juego debía empezar cuando mamá me llamó a voces para que me acercase a la tienda de Matilde a comprar el pan. Iba a explicarle el juego, pero pensé que eran unos minutos y que, al volver, seguiríamos jugando.
Con las prisas por ir y volver, crucé sin mirar, y el estúpido coche del vecino chocó contra mí. No recuerdo mucho, porque todo se apagó, y cuando desperté, estaba en el hospital. Mi madre había envejecido como mil años y mi padre tenía los ojos tan hinchados de llorar que me costó reconocerlos.
Estaba confuso. Cuando conseguí hablar, les pregunté por mi hermano, y aquello provocó de nuevo el llanto de mis padres. Al parecer, había desaparecido. La policía creía que debía haber salido detrás de mí a la calle y se había perdido, o alguien pudo llevárselo.
Pregunté, nervioso, cuántos días llevaba en el hospital. Tres. Llevaba allí tres días.
Me entristecía la desaparición de mi hermano más de lo que me había imaginado jamás. Recordé cómo me divertía jugando con mi hermano… Jugar… Escondite. Dios mío.
Como siempre nos dejas sin palabras, muchas gracias por tus relatos, asi da gusto empezar el dia
ResponderEliminarMuchísimas gracias por tu comentario, siempre me alegra cuando leo que os gustan mis relatos. Un abrazo muy grande.
EliminarGenial como siempre!!!!!!no me imaginaba ese final......madre de dios me has dejado muerta!!!!!!!¡!
ResponderEliminarMuchas gracias, cielo¡¡ Un besazo
EliminarEres único, Rocío 🤩. Ansiosa estoy esperando el próximo 😘
ResponderEliminarCharo, mil gracias bombón. Espero ser capaz de seguir sorprendiéndote. Un beso muy grande¡
EliminarMenudo con él juego y no dijo nada cuando volvió en sí le vino bien la desaparición muy bueno Rocío gracias.
ResponderEliminarTardó unos segundos en ser consciente de que el juego del escondite se le había ido de las manos, pobre. Muchas gracias por pasar por aquí¡
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