Siempre les había preocupado la actitud de su hija. Desde que había nacido, no recordaban haberla visto mostrar ninguna emoción. Ni siquiera lloraba para mamar: su madre simplemente la ponía al pecho cada tres horas para asegurar su alimentación, y la niña, como una parte más de su vida, mamaba porque su cuerpo lo exigía, aunque su rostro no lo mostrase. No sabían siquiera cuál era el sonido de su risa. Le habían hecho pruebas de todo tipo y los resultados siempre eran los mismos: biológicamente sana, pero todavía muy pequeña para poder hacer otro tipo de análisis psiquiátricos.
Al principio, a los conocidos les hacía gracia que un bebé los mirase desde el carro tan atentamente. Se reían cuando, a pesar de todos los intentos de sus padres haciendo el ridículo con muecas o ruidos absurdos, no conseguían más que la misma cara seria y atenta.
Comenzó a dar los primeros pasos y pensaban que, poco a poco, conforme la niña fuera descubriendo el mundo, sus expresiones comenzarían a bullir. Sin embargo, no fue su caso. Todo parecía generarle el mismo estado de ánimo. La pediatra, entre bromas, les decía que en toda su carrera nunca había visto un bebé que no hubiese llorado nunca durante las vacunas ni en cualquiera de las revisiones, con todos los meneos que les daban a los niños.
Los cinco primeros años de su vida continuaron sin novedad. Las tardes en el parque se las pasaba sentada en un columpio, balanceándose rítmicamente. Si algún niño se acercaba reclamando su turno en el columpio, ella simplemente echaba los pies al suelo, deteniendo el movimiento, y se bajaba como si hubiera perdido totalmente el interés.
Cuando la madre se quedó embarazada, dudó sobre si seguir adelante o no con el embarazo, por miedo a que aquello pudiera afectar negativamente al desarrollo emocional de la pequeña. Aun así, decidieron que quizá un hermano le ayudase a socializar, a reír, a llorar... a ser una niña «normal».
La niña se quedaba mirando aquella tripa cada vez más abultada de su madre, y cuando esta le decía si quería tocarla para notar a su hermanito, la pequeña la miraba muy seria, se daba la vuelta y volvía por donde había venido.
No solía sufrir muchas caídas, por lo tanto no era habitual que se hiciera heridas y cuando, en rara ocasión, ocurría, simplemente se mojaba la herida y seguía a lo suyo. No parecía impresionarle ni la sangre, aunque sí se quedaba mirando, con aquellos enormes ojos marrones, cómo salía por la piel lastimada.
Antes de que naciera el pequeño, habían decidido ir de picnic a un bosque que estaba a un par de horas en coche. Había salido un día increíble y tenían la esperanza de que, si llenaban la vida de la niña de momentos bonitos, al menos sería feliz, aunque no lo expresase.
Nada más llegar, el primero en bajar del coche fue el viejo Thor, el golden retriever de la familia, que salió disparado hacia un árbol buscando alivio urinario. Las viejas mesas de madera de la zona de comedor estaban libres todavía a esas horas, por lo que, mientras el padre hacía un par de viajes al coche a por las bolsas, madre e hija paseaban por los alrededores buscando pequeñas frutas del bosque.
No habían pasado más de unos minutos cuando el aullido de Thor los alertó. Corrieron al lugar del que procedían aquellos quejidos lastimeros del can. Estaba a unos metros de ellos y la imagen era dantesca: una delgada y larga rama le atravesaba su ojo derecho. Allí tumbado, se retorcía de dolor. La niña fue la primera que se acercó al perro. Sus padres estaban allí parados, en shock, mientras su hija cogía con ambas manos la rama y, de un tirón seco, la retiraba del cuerpo de la mascota, llevándose en ella el globo ocular.
Tiró la rama y se quedó junto a Thor, que ya no aullaba: había empezado a convulsionar. El padre lo envolvió en su chaqueta y todos se subieron corriendo al coche para ir al veterinario de urgencia. La madre respiraba despacio; había empezado a notar unos fortísimos dolores en la parte baja del vientre desde hacía unos minutos, pero no quería pensar en ello.
Miró por el espejo retrovisor hacia donde su hija estaba sentada, preocupada por si la escena que acababan de vivir podía hacerla reaccionar de alguna forma. Su hija estaba medio inclinada sobre el animal. Le abría un poco el envoltorio que su padre había improvisado en la cabeza del perro para poder ver mejor el agujero del que brotaba la vida de Thor. Iba a pedirle que no mirase aquello, cuando se dio cuenta de que aquella escena tan espantosa hacía sonreír a su hija. En ese momento, un cálido y turbio líquido comenzó a derramarse desde su cuerpo por sus propias piernas.
Duro relato......cada vez más duros y más nos hace disfrutar nuestra rocio con sus historias y esa mente privilegiada
ResponderEliminarGenial! Como siempre, éste vale para más intensa..De esas que tú puedes transformar en algo muy especial y deseada por todos. 👏👏😘
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