Nada los había preparado para aquello. Desde que coincidieron en una de las asignaturas de la carrera, habían congeniado tanto que a nadie le extrañó cuando aparecieron un día por la facultad cogidos de la mano. Sus vidas habían estado destinadas a ser compartidas, aun sin saberlo. Profesionalmente, siguieron los mismos caminos: cuatro años de carrera, dos de máster, múltiples cursos, conferencias. Habían visitado yacimientos históricos por medio mundo, participando activamente en la selección, identificación y datación de restos. Se habían especializado en Antropología y Sociología. Les fascinaba el ser humano y todo aquello que le concernía.
Sus estudios habían sido recogidos en diversos libros de carácter divulgativo por todo el país y, sin embargo, allí estaban, en blanco. Solían llevar con ellos cuadernos y grabadoras donde recogían todos los datos necesarios para luego poder plasmarlos en los informes. Además, aunque siempre fotografiaban los hallazgos para documentar con exactitud el yacimiento, a ella le gustaba dibujar a mano la escena. Defendía que solo cuando te fijas en algo para dibujarlo es cuando realmente ves lo que en una fotografía puede pasar desapercibido.
Como siempre, habían dividido el lugar en cuadrantes y cada grupo se situaba en un conjunto de cuadrantes que tenían que cribar, pincelar, enumerar, extraer, documentar… concienzudamente. La teoría la conocían todos a la perfección y, aun así, ellos dos tenían la capacidad de entender, a través del estudio de lo que extraían, la escena o el lugar en el que se encontraban y lo que esperaban encontrar en las proximidades.
Aunque la etapa prehistórica era la que más habían trabajado, la Edad Media era su favorita. Allí, donde los restos hablaban de batallas, de vidas familiares polarizadas entre la más extrema pobreza y la opulencia más desbordada. Donde la belleza de la empuñadura de una espada resaltaba como la diadema de la más exquisita reina.
Habían decidido pasar una temporada en el yacimiento medieval de los siglos VII y VIII en Imola, Italia. Ambos contaban con una excedencia investigadora de un par de años, por lo que no dudaron en que aquel era el momento indicado.
Los primeros meses no descubrieron gran cosa y, a pesar de ello, el color de aquellos atardeceres y la cultura de aquel país los había embrujado completamente. De hecho, alguna noche, tras haber hecho el amor, hablaban entrelazando sus cuerpos, de la posibilidad de mudarse a vivir allí.
En aquellas tierras les había pillado por sorpresa el embarazo de ella y, como todavía era reciente, esperaban poder seguir trabajando unos meses más. La vida les sonreía y, en ocasiones, creían vivir en un sueño.
Los dos primeros meses de embarazo fueron complicados: las náuseas matinales y los vómitos le quitaban totalmente el apetito y hacían que hubiera perdido mucho peso. Tanto, que él temía por su salud y la del pequeño.
Conforme la tripa seguía creciendo, le costaba más ponerse en cuclillas o de rodillas para pincelar los restos, así que le habían pedido que se sentase junto a ellos y tomase nota de lo que fueran diciendo.
La noche anterior, se había despertado entre gritos y sudores. Había tenido una pesadilla horrible donde ella era enterrada viva. Por más que intentaba eliminar aquella imagen de su recuerdo, era incapaz de hacerlo. Llegó a hacerle prometer que, si algo le ocurría, la velarían por lo menos un par de días antes de enterrarla para estar seguros de su fallecimiento. Aquello empezaba a obsesionarla.
Por la tarde, habían vuelto a la excavación con el propósito de no pasar allí más de un par de horas; ella necesitaba descansar. Su vida y la del pequeño corrían peligro. Sentada en aquella incómoda silla plegable, tomaba nota de cada dato que él le decía.
La sorpresa surgió cuando, pincelando, apareció lo que parecía una calota craneal. Ella soltó la libreta y, sin pensárselo dos veces, cogió otro de los pinceles para ayudar a su novio a sacar a la luz aquellos restos. En unos minutos, todo el equipo de arqueólogos los rodeaba con el mismo entusiasmo.
Fueron descendiendo poco a poco, dejando al descubierto el torso de aquel cuerpo. Continuaron un poco más el descenso, hasta que, bajo las delicadas cerdas del pincel de ella, apareció un segundo cráneo. Esta vez más pequeño, mucho más pequeño. Era un bebé muy pequeño. Aquello la angustió, aunque no era la primera vez que se encontraban con un enterramiento múltiple.
Cuando ambos cuerpos quedaron expuestos, ambos se miraban incrédulos. Él pudo ver el miedo en los ojos de ella. La posición del niño indicaba que había muerto en pleno proceso del parto. No había duda: aquella mujer había tenido una extrusión fetal post-mortem, o lo que se conoce como “parto en ataúd”.
Ella no pudo volver a dormir, falleciendo a los tres días, completamente desnutrida y agotada.
Qué bueno! 😃👌🏼
ResponderEliminarMuchas gracias preciosa mía¡¡
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