miércoles, 11 de junio de 2025

Nosotros

         Desde el primer día que lo vi, supe que era él. Era un sentimiento extracorpóreo que no podría describir. Simplemente lo sabía. Cada novela, cada historia de amor que imaginaba había sido con él de protagonista, aun sin saber que existía. Y ahora que estaba a un par de metros de distancia, lo supe sin más.

        El cambio de ciudad y de instituto no podría decirse que me hubiera supuesto un gran trauma. Empezaba a acostumbrarme a aquello. Y cuando veía que nadie comprendía mis explicaciones ni mis quejas y que al final siempre eran los adultos los que decidían por mí, opté por sonreír y demostrar que no me importaba absolutamente nada.

          Había cursado primaria en dos centros distintos, ya que a la estúpida de Carol se le ocurrió jugar a ver quién era más valiente. ¿Cómo demonios iba a saber yo que era alérgica a las avispas? Cuando abrí el bote con dos de ellas sobre su mano y observé su cara de pánico, supe que había ganado. Lo que pasó después no había sido ni mi culpa ni mi problema. Pensaban que el trauma de haber perdido a mi mejor amiga me había hecho así de introvertida y que a lo mejor un cambio de centro me vendría bien.

         La secundaria no fue mucho mejor y aquel era el tercer centro al que iba, después del incidente con Carmen en el primero y con Carlos en el segundo. Tampoco quisieron escucharme cuando les expliqué que la primera había sido la responsable de su caída por aquel puerto de montaña en la excursión. Y Carlos… bueno, él simplemente estaba mejor muerto, aunque aquello nunca lo dije. Se había reído de mi carta de amor. Me había humillado leyéndola en voz alta en medio de clase. Cuando me encontré con él por casualidad en el sendero que atravesaba el arbolado de pinos de White Pine, supo que iba a morir. No lo encontraron jamás, pero alguien contó lo de aquella carta y prefirieron que fuera yo quien se cambiase de centro.

         Así que, por tercera vez, allí estaba: de pie frente a mis compañeros, presentándome y diciendo de dónde venía. Por supuesto —y por consejo de mis padres—, omitiendo detalles. La versión oficial sería que habían trasladado a mi padre, algo que no era del todo mentira, ya que lo había pedido él mismo.

        Las cosas no parecían distintas de un centro a otro. Seguían existiendo los mismos grupitos: los atléticos, las niñas de papá que me miraban como a un bicho raro, de arriba abajo, juzgando mi apariencia y, al fondo, junto a los perdedores, un pupitre vacío. Estaba claro que ya había sido encasillada.

       En la primera fila, junto a los percheros, estaba él. Con su cabello despeinado y su sonrisa. Aquellos ojos castaños que miraban hacia la ventana, lejos de allí. Tenía la cabeza ladeada, posada sobre su mano.

        Me quedé en blanco, el tiempo parecía haberse detenido. Dejé de escuchar las risas, los insultos y hasta la voz de la profesora que me invitaba a sentarme en mi sitio. Yo seguía allí, frente a todos, pero mirándolo solo a él.

         Las risas fueron en aumento y, cuando la profesora tocó mi hombro suavemente para devolverme a la realidad, del susto di un respingo hacia atrás, provocando las carcajadas y los aplausos de una clase que coreaba mi nombre seguido de una rima. “Valentina gorrina” era lo más original que habían conseguido.

       Al acabar las clases, pensé en esperarlo, en pedirle que me acompañara a casa. Mis planes se vieron frustrados cuando vi que un grupo de compañeros, junto con él, salían corriendo del aula y se dirigían al campo de fútbol. Le esperaría. No me importaba.

    Cuando ya anochecía y mis padres habían empezado a llamar desesperados al centro, el entrenamiento había terminado y poco a poco todos iban recogiendo sus cosas y volviendo a sus casas. Él se había quedado solo.

      Recogía el material deportivo mientras yo, poco a poco, descendía desde las gradas de frío hormigón desde donde lo había visto entrenar. Estaba a unos metros cuando oí la voz de una de las compañeras que se habían estado riendo de mí en clase. Se tiró en sus brazos y comenzó a besarlo. Parecía que iba a comérselo, pero literalmente. Me ardía la sangre al ver la escena. Era mío y no iba a permitir que aquella fulana me lo quitara. A él no.

        Cogí una de las banderillas del córner y, cegada por la ira, atravesé con todas mis fuerzas aquel famélico cuerpo, que cayó entre estertores al suelo. Él estaba allí, congelado, sin reaccionar. Su rostro era una mezcla de sorpresa y miedo. Hasta en esa situación, me parecía guapo.

         —¿Puedo acompañarte a casa? —le dije.


No hay comentarios:

Publicar un comentario