martes, 22 de octubre de 2024

La harina


Se había preguntado qué se siente esos últimos segundos antes de perder la vida. Era una de esas dudas existenciales que compartía habitualmente con Dave antes de volver a subirse a su vieja camioneta con destino a su casa. 

No esperaba mucho, pero sí tenía la duda de si se vería una especie de película de su vida con aquellos grandes momentos por los que cualquier ser funcional atraviesa. Era algo que le inquietaba porque él no había tenido muchos de ellos. Y lo poco vivido no estaba seguro de querer recordarlo.

Un único amigo, Dave, desde siempre, se había convertido en el hermano que le hubiera gustado tener. Estaba seguro de que en aquellos momentos que quisiera recordar, exceptuando los escasos momentos en los que había conseguido llegar a la última base con alguna chica, estaría él.

Los separaban un par de meses de edad y, desde el día que se conocieron no recordaba un día en el que no se hubieran visto. La vida de Dave había sido tanto o más dura como la suya, viendo como su madre alcohólica perdía el conocimiento casi a diario en el patio trasero de su destartalada casa. Sus pantalones desgastados, sus sucias zapatillas y aquel pelo rebelde. Ese era el aspecto de Dave, día tras día, año tras año. 

Solían pasar horas sentados en lo alto de aquella colina en silencio, solamente mirando lejos de allí, muy lejos. Miraban a un futuro que no llegaría, al menos eso ahora era algo que él mismo tenía claro. Sin sueños, sin esperanzas y sin dinero, los dos sabían que acabarían sus días en aquel angosto pueblo. Tampoco les importaba demasiado, se habían acostumbrado a aquella vida. Allí todo el mundo tenía vidas grises como las suyas. Era una tierra para los que no esperaban nada mejor. El refugio al que acuden los animales malheridos para morir en paz.

Allí no había instituto ni universidad por lo que cuando los muchachos terminaban la escuela elemental comenzaban a trabajar. Mientras su amigo lo hacía en la gasolinera a la salida del pueblo, él servía cervezas a todos aquellos hombres que preferían beber antes de volver a casa con aquella sensación de fracaso en la mirada y el corazón destrozado por llevar la vida con la que se habían conformado.

Los niños nacían sin sueños en aquel sitio. No había parques ni verdes zonas infantiles que veían en las películas en el autocine. Allí todo estaba muriendo poco a poco. Los había con suerte y a veces alguien heredaba una propiedad de algún familiar lejano y se iban de allí, pero aun saliendo de allí, esa vida viscosa iba dentro de ellos.

Aquel había sido un día similar a todos los anteriores si no fuera por aquel coche que se encontró con él. Al salir de trabajar, sin haberlo hablado, siempre se encontraba con Dave en la vieja colina. Había detenido su camioneta en la otra acera y cruzó la calle para poder adentrarse en el bosque. Sin embargo, cuando iba por la mitad de la calzada vio movimiento entre los árboles y se detuvo. Un pequeño ciervo que corría despreocupado se había detenido frente a él.

El coche no había podido hacer nada. En aquella curva sin visibilidad se lo había encontrado de frente. Un muchacho parado en medio de la carretera. El impacto había sido brutal. Tanto que Dave, desde lo alto de la colina, escuchó el frenazo y enseguida supo que algo había pasado. Corrió hacia la carretera, sentía en su pecho que algo malo pasaba.

Allí, tirado en el suelo estaba él, su hermano de otra madre. No podía quedarse solo, todavía no. No era justo. Desde aquel áspero asfalto lo oía gritar. Maldecía a aquel conductor que gritaba desesperado pidiendo ayuda. Sabía que si hubiera podido abrir los ojos lo último que vería serían las roídas converse rojas de su amigo.

Dave, con su triste sonrisa, con su característico olor a bosque, con su voz queda. Su hermano, solo él le había abrazado cuando su padre le dijo que su madre se había caído por las escaleras. Ella estaba amasando en la cocina y debió de escuchar un sonido en el piso de arriba. Había ido a mirar y, al parecer, había perdido el equilibrio en el piso superior y en la caída se había golpeado de forma fatal en el cráneo.

Cuando su padre le había dado la noticia apestaba a alcohol. Tenía los ojos rojos como solo el whiskey barato le ponía. Sus padres no discutían a menudo, y cuando lo hacían su madre siempre amanecía con un ojo morado. La policía había dicho que le parecía curioso que el cuerpo estuviera tan lejos del último peldaño, pero no investigó más. Lo cerró como un accidente, su padre, todavía con restos de harina en la camiseta, le había dado la noticia a su único hijo que apenas tenía doce años y se había largado para siempre de allí. Nunca entendió aquellas manchas de harina si la que cocinaba era su madre. Ahora, como última revelación antes de morir, lo entendió todo.


4 comentarios:

  1. Como siempre no defraudas en los finales, muy bueno

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    1. Muchas gracias! Me hace mucha ilusión saber qué os parece😘😘

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  2. Cómo siempre no defrauda , Rocío en sus relatos nos deja con la boca abierta y con ganas de más

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    1. Muchísimas gracias Charo¡ Eres un cielo de mujer¡

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