miércoles, 20 de noviembre de 2024

La deuda

          Había adquirido la costumbre de caminar con la cabeza agachada. Uno tras otro los reproches que había escuchado habían ido alimentando un fuego en su pecho. Durante años había maldecido cada uno de los defectos que todos parecían encontrarle. No importaba cuanto se esforzaba en cambiar, en disimularlos. Días en los que apenas comía, vestidos con los que disimular el tamaño de sus caderas, faltas que estilizaban sus piernas, maquillaje que le hiciera parecer bonita…Disfraces que no hacían si no convertirla en otra persona.

          Desde que tenía uso de razón se había sentido perdida. Tirándose en los brazos de amores baratos, de besos vacíos y de días grises. Pasó los últimos años de su vida atrapada en una espiral de depresiones, ansiedad y estados de ánimo cambiantes, volátiles. Tenía ataques de ira que enlazaban con grandes caídas en un pozo de tristeza y autodestrucción. 

          Aquella misma tarde, mientras se tomaba un café con leche al salir del trabajo, recibió un mensaje de su ex. Al parecer iba a retrasarse en el pago de la hipoteca porque aún no había cobrado, le pedía que lo pagase ella todo y ya le pagaría cuando pudiera. Cerró los ojos mientras trataba de ahogar la ansiedad que amenazaba su pecho. Bebió el último trago casi sin encontrarle el sabor.

        Esperó en la parada de autobús pacientemente. Cuando llegó no había nadie en la parada. El viento comenzaba a ser muy frío en esa época del año por lo que caminaba de un lado para otro intentando entrar en calor. Cuando el autobús doblaba la esquina, volvió a la parada del autobús, pero un grupo de ancianas se pusieron las primeras de la larga fila.

          —Disculpen, yo estaba aquí antes.

          —De eso nada jovencita, acabas de llegar.

          Al ver que cualquier discusión estaba perdida de antemano, les cedió el puesto y cuando se subieron ocuparon los únicos asientos que quedaban libres. Ella volvió a respirar profundamente mientras se quedaba de pie. En la siguiente parada se subieron dos jóvenes con sus monopatines. Al pasar junto a ella la miraron con desprecio y murmuraron algo entre ellos. El más bajito se apeó un par de calles más adelante, pero el que parecía mayor siguió allí de pie. Detrás de ella. Al llegar a la altura de la calle Justo Méndez, pasó al lado de ella y le susurró al oído, «apártate gorda».

          Ella se hizo a un lado dejándole paso. Cuando estuvo a su altura, dejó caer un fino hilo de saliva sobre su pie. Ella solo miraba su zapatilla y la saliva de aquel muchacho resbalando por la lona de las mismas. Levantó la mirada y vio la sonrisa jocosa de aquel muchacho que parecía despedirse de ella mostrándole el dedo anular levantado. Rápidamente pareció olvidarse ella, se dio la vuelta y empezó su camino. Ella seguía allí, de pie, mirando el vacío, con el corazón galopando frenético en su pecho. La finas venas de sus sienes latían amenazando un aneurisma.  Se apeo detrás de él.

          Él, ajeno a todo, caminaba distraído. Se había aislado del mundo tras unos aparatosos auriculares que dejaban escapar la música. Tal era el volumen que llevaba en los mismos que no escuchó sus pasos acercándose a él. Como siempre hacía, el llegar a la antigua harinera, se metió por la oscura calle de la parte de atrás. Ella se agachó y cogió algo del suelo. Apuró el paso y cuando estuvo a su altura levantó la mano y descargó toda su ira sobre el cráneo de aquel que cayó al suelo semiinconsciente.

          Ella se acercó aún más a él. De pie, con las piernas abiertas y el cuerpo de aquel en el suelo, entre ellas. Volvió a levantar la mano y descargó contra su cara aquel ladrillo endurecido de reproches, de insultos y de mentiras. Cuando terminó de golpearlo, era casi irreconocible. Volvió caminando a casa. Se duchó y se fue a dormir. Aquella noche fue la primera que durmió del tirón en los últimos años.

          Esa mañana no acudió al trabajo y cuando se hizo de noche se vistió despacio y salió hacia una dirección conocida. Apuró el paso conocedora de los horarios de la persona que buscaba. Cuando vio una figura negra acercándose es ocultó en las sombras del Parque Libertad. Solo aquella mirada felina delataba su posición y para cuando aquel individuo fue consciente del peligro era tarde. Aquella sombra le clavaba en el pecho una enorme jeringa llena de aire. Aquella burbuja le pararía el corazón en minutos. Lo arrastró hasta unos arbustos y allí tumbado suplicando por su vida, ella le susurró, «tranquilo, ya no tendrás que preocuparte más de la hipoteca». 


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