Hacía tiempo que lo sospechaba. Lo notaba distante y había empezado a ser más coqueto con su apariencia. Cuando salía a trabajar parecía haber descubierto el uso del espejo del mueble del recibidor y se echaba una miradita con una sonrisa canalla. Era fácil seguir el rastro de su perfume Fahrenheit por toda la casa.
Al principio, ella se sintió triste. Durante horas sentada en el trabajo delante de la pantalla del ordenador pensaba en todas las cosas que había abandonado. Se miraba las uñas descuidadas con el esmalte a trozos. No era capaz de recordar la última vez que había ido a una peluquería o a mimarse la piel.
Recordaba cuando habían empezado a salir. Ella siempre iba preciosa, sabía sacarles partido a sus curvas y le volvía loco verla salir por la puerta de casa. Solía decirle que dejaba su coche oliendo a su perfume durante horas. Ahora compraba los clones de imitación del supermercado y ni siquiera sabía a qué perfume imitaban.
La tristeza dejó paso al enfado. Casi no hablaban. Habían estado durante toda su vida demasiado ocupados con sus trabajos como para tener hijos, posponiéndolo hasta que ya no entraba ni como un plan futuro. Mientras cada uno pinchaba de forma automática los trozos de comida con el tenedor, veían sus móviles, consultaban sus agendas y si en algún momento alguno iba a ausentarse, con una escueta frase resumían el anuncio. Un beso en la mejilla, vacío, sin sentimiento, y cada uno se subía en su coche.
Ella comenzaba a estar resentida. Le había dedicado los mejores años de su vida. Lo había querido muchísimo y le había dado una vida estable y al principio era feliz. Le había enseñado a llevar una vida ordenada, a no vestirse a oscuras con sudaderas y vaqueros roídos que habían vivido tiempos mejores. Se había convertido poco a poco en su madre y como un hijo desagradecido ahora salía por la puerta sin valorar nada.
Poco a poco, el odio empezó a hacerse más firme, más oscuro y, sobre todo, más inteligente. Estaba claro que él estaba confiado en que ella no se daba cuenta de nada y dejaba muchas veces el móvil descuidado sobre la mesa del comedor. Conocía sus claves, el muy simple no las había cambiado a pesar de esa doble vida que llevaba.
Durante semanas leía sus conversaciones e incluso llegó a simpatizar con ella. No parecía mala mujer. Se preocupaba por él, y parecía de verdad sentirse incómoda por la traición. Sin embargo, él siempre era el primero en dar el paso que incitaban las siguientes frases de alto contenido sexual. Ella le seguía el juego y sabía hacer que se volviera loco. Cuántas veces se habría tocado leyendo aquello y luego actuaría delante de ella con total normalidad. Pensar en aquello hacía que su corazón ardiera y le faltase hasta el aire.
Continuamente la otra le preguntaba cómo iba el divorcio, un tema que por supuesto él no había sacado en ningún momento a relucir. Estaba jugando con ella. Le hacía mil promesas que ella, aunque le costaba, parecía creer. En ocasiones, volvían los recuerdos de cuando, sentados junto a la orilla del río, él le hacía promesas similares de amor eterno y al igual que ella, también lo creía.
Al parecer, aún no habían quedado en persona, según decía yo le estaba volviendo loco con el divorcio que amenazaba con ser largo. Qué hijo de puta. Iba a romperle el corazón a aquella mujer con la que ya sentía ella misma un lazo.
Se apuntó el número de la muchacha. Cuando reunió el valor suficiente la llamó por teléfono y con la excusa de contratar un seguro de vida de los que ella ofrecía, quedaron en verse en una íntima cafetería. Allí entre amargas lágrimas le contó la verdad. Le dijo que no se preocupase por ella. Que entendía que ambas se habían dejado engañar por el mismo desgraciado y que ninguna merecía sufrir tanto. Hablaron durante horas y aquel encuentro terminó con un abrazo y un plan.
Por la tarde ella no podría estar en casa, le dijo al mediodía a su marido. Reunión de negocios de las que acaban de madrugada y que se firman con un whiskey en algún tugurio. Él simplemente afirmó moviendo la cabeza mientras leía un mensaje en el móvil. Su amante insistía en verse, se moría por ver cómo le hacía en la cama todo aquello que le prometía. Ella veía cómo el rostro de él empezaba a dejar ver una sonrisa felina, peligrosa. Le dijo que acudiera a su propia casa y se lo demostraría. Todo salía según el plan.
Cuando aquella mujer entró en la casa de su amante, le sorprendió ver lo lujosa qué era. Todo estaba en el lugar indicado. Luminoso, limpio, ordenado. Era una vida de ensueño y ahora que la conocía sabía que la mujer de él era un sueño para cualquier persona. Sin mediar palabra la besó en el recibidor apasionadamente y la subió en brazos al dormitorio. Cuando estaba desnudo ella le pidió que se tumbase boca arriba, quería subirse a horcajadas sobre él para llevarlo al paraíso. No mintió.
Nunca más se supo de él. Su mujer puso una demanda de divorcio por abandono de hogar, al parecer se había fugado con otra. Las dos compartieron piso desde entonces y por las noches, sentadas en el porche, veían la enorme planta de hortensias que crecía en el jardín y se decían que al final salió algo bonito de él. LITERALMENTE.
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