miércoles, 17 de septiembre de 2025

El bocadillo

          Odiaba ir a la escuela desde el primer día que entró en aquella aula y Unai puso sus ojos en él. En aquel preciso instante había dado comienzo una etapa de su vida en la que las collejas, los insultos y los escupitajos en el pelo eran diarios.

        Al principio, lloraba y se escondía. Había comenzado a orinarse en la cama y por las mañanas, cuando su madre lo despertaba para ir al colegio, deseaba con todas sus fuerzas encontrarse tan enfermo por fuera como se sentía por dentro a ver si su madre le permitía quedarse en casa. A salvo.

         Había perdido el apetito y las ganas de hablar. Se mantenía en constante estado de alerta y es que, con el paso de los años, las maldades de Unai habían ido agravándose hasta el punto de ser peligrosas.

        Había probado de todo siguiendo las sugerencias de aquellos adultos que auspiciados en una supuesta experiencia le decían que lo ignorase, que se aburriría, que hablase con él, que lo enfrentase, que le parase los pies e incluso que se lo dijese a los profesores. Nada dio resultado, bueno sí, una nueva paliza o humillación pública.

         Todo había dado comienzo con la última paliza de su padre a su madre. Ella se cansó de él, pidió el divorcio y volvieron a la ciudad natal de su madre. «Tenía que empezar de cero», había dicho, pero se había olvidado que para él también era un cambio.

       Aquel miércoles tenían excursión al monte Aloya. Algo que podía haberle producido una ilusión tremenda ya que siempre había adorado la naturaleza y salir del centro, desde que vivía allí, aquellas excursiones se traducían en oportunidades de Unai para amenazarlo o atemorizarlo con miedos nuevos.

          Intentaba caminar siempre próximo a los profesores, en silencio, con la mirada nerviosa controlando los flancos. La idea era complicarle lo máximo posible la posibilidad de herirle, ya que aquel malvado ser conseguía siempre ocultar sus actos de la mirada de unos profesores que empezaban a dudar de que sus quejas no fueran más que para llamar la atención al ser nuevo y que para ello no dudaba en calumniar a otro compañero.

          A la hora del almuerzo, los profesores se sentaron todos juntos en unas mesas de piedra que había en una especie de merendero en la cima. Pensó en pedirles si se podía sentar en la mesa con ellos, pero se lo pensó mejor ya que aquello seguro que lo avergonzaría más delante de sus compañeros.

        Alejándose unos metros, se sentó apoyando su espalda contra el tronco de un árbol, así cubriría su espalda. Masticaba despacio los trozos de aquel reblandecido bocadillo de tortilla de patatas que su madre le había preparado por la mañana con todo su cariño. Estaba delicioso. Tanto que cerró los ojos dejándose llevar por el sabor de la tortilla, el pan y el armonioso ruido del bosque. Por ello no se dio cuenta de que alguien se le había acercado por detrás sigilosamente. Alguien que llevaba algo en la mano, posado sobre un pañuelo de papel. Cuando abrió los ojos le dio el tiempo justo para ver la mano de Unai acercándose velozmente a su cara y restregando aquel papel sobre su boca. El olor y la textura no dejaban lugar a dudas, era boñiga aun caliente de vaca. Unai se echó a correr y él se quedó allí con el último trozo del bocadillo todavía en la boca.

           Los profesores desde la mesa avisaban a los niños para que fueran terminando y mirando hacia él le preguntaron si estaba rico el bocadillo de chocolate que se estaba comiendo. Con los ojos vacíos y la mirada perdida asintió mientras se limpió como pudo en una fuente cercana. Aquello era el fin, no podía más. Se acercó al borde del mirador mientras todos se subían al autobús para volver a casa. 

           Él no tenía intención de volver. Se sentía vacío, sin latido en el pecho. Miró hacia abajo, la caída era mortal. Un hormigueo en el estómago le invitaba a saltar, a poner fin a todo. Mientras una lágrima resbalaba por su mejilla como única despedida, se agachó para pasar por debajo de aquella roída barandilla protectora de madera. De nuevo Unai, se había acercado corriendo por detrás para propinarle una sonora colleja, sin embargo, no esperaba que su víctima se agachase en el preciso momento en el que ejercía toda su fuerza aprovechando la velocidad de la carrera.

          Al encontrarse con el vacío que había dejado el cuerpo de su víctima agachada, su cuerpo pasó por la inercia por encima de la barandilla. Solo fueron unos segundos, tres a lo sumo, y entonces su cráneo sonó como un coco cuando se abre. El niño ya de pie volvió a asomarse y lo vio en el fondo del precipicio, con la mirada inerte fija en el cielo. Sonrió.

        Se subió al autobús y cuando pasaron lista los profesores y dijeron el nombre de Unai, el silencio denunció su ausencia. Nadie reparó en aquel niño nuevo que seguía con la mirada fija en el suelo del vehículo, esta vez para que nadie viera que seguía sonriendo.


2 comentarios:

  1. Olé y Olé está es mi Rocío 💃

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    1. Muchísimas gracias por seguir aquí una semana más, preciosa¡¡

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