jueves, 11 de septiembre de 2025

Hacernos viejitos

          La idea de morir no le asustaba, nunca lo hizo. Estaba tranquila incluso allí subida, sobre aquella mesa redonda de la terraza donde tantas veces habían tomado café juntos. La madera carcomida por las termitas crujía bajo sus pies, amenazando con romperse en cualquier momento propulsando su cuerpo al vacío desde aquel octavo piso.

       Se tomó unos segundos para recordar los años que habían vivido juntos. En ningún momento habían pensado en que su final no sería a la vez y uno de los dos tenía que afrontar el resto del tiempo que le quedase solo.

         Sus hijos, a los que habían cuidado, querido y protegido, habían volado pronto del nido y, cuando los ahorros se les habían terminado, habían dejado de preocuparse por sus ancianos padres. Al menos se habían tenido el uno al otro.

       El temblor de la mesa bajo su peso hizo tintinear una tuerca que encontraron en el suelo y que habían dejado en el interior de un viejo jarrón de boca ancha que tenían allí y no habían tirado solo porque era un regalo de su difunta suegra y les hacía duelo ser irrespetuosos.

          Miró al frente. Desde allí el barrio parecía mucho más grande. Podía ver a los niños en el patio del colegio. En ese momento le preocupaba que pudieran verle y herir su frágil sensibilidad de por vida. 

          Estuvo a punto de bajar y, sin embargo, subió el pie izquierdo a la barandilla ayudada por la pared izquierda. Notó el hormigueo de la circulación en la planta de los pies, aunque la barandilla era ancha como para no hacerle demasiado daño.

        Echó un último vistazo hacia el interior de la vivienda, aquella que les había costado tanto esfuerzo pagar con el único sueldo de él como trabajador del aserradero municipal. Ella se ocupaba de la casa y los niños con el mismo empeño y maestría que lo habían hecho antes su madre y su abuela. Había sido muy feliz en aquel hogar. Incluso cuando los hijos los abandonaron y podían haberse sumido en una tristeza infinita, habían vuelto a enamorarse como cuando eran jóvenes de aquellos silencios compartidos, de conversaciones antes de dormir y de desayunos en aquella terraza en la que ahora se encontraba.

         Los recuerdos se agolpaban en su mente. Muchos se habían ido borrando con el paso de los años; otros, sin embargo, se aferraban a ella y la consolaban. En todos ellos estaba siempre él a su lado, con su sonrisa amable. Ella siempre había tenido mucho genio, era firme, testaruda. Él paciente, tranquilo, comprensivo. La noche y el día, que no podían ser el uno sin el otro. En un pequeño impulso, izó también el pie derecho.

        La brisa le acariciaba las piernas por debajo de aquel fino vestido de flores con el que pensaba haber acudido al Mercado Central a por algo de pescado para comer. A los dos, durante el desayuno, se les había antojado pescadilla frita para comer.

        Todo eso fue antes. Mucho antes. Al menos un par de horas en las que tras el desayuno. Él se había bajado a dar un paseo por el barrio hasta el bar de la esquina. Allí leía el periódico, se tomaba un cortado y ella sabía que se fumaba un cigarro a escondidas. Se lo olía en el aliento cuando volvía a casa. Al principio, le reprendía por ello, pero a esas alturas de la vida, morir por cáncer de pulmón al fumar no era algo que les preocupase.

        Mientras él se iba, ella recogía la vajilla del desayuno y se arreglaba. Tenían que encontrarse en el portal a las diez en punto. Aunque ya peinaban sedosos cabellos blancos, les seguía haciendo ilusión vivir aquello como citas.

       Eran las diez menos cinco cuando el sonido del timbre la había asustado. Él no llamaba nunca y llevaban tanto tiempo sin recibir visitas que había olvidado la potencia de aquel artilugio. Con el corazón latiendo deprisa, contestó acercando bien el oído al auricular. Mantenían un excelente estado de forma a pesar de la edad, sin embargo, había perdido un poco de audición.

        —¿Quién llama?

     —Julita, soy la Paqui, menuda desgracia…—entre bromas en casa, la llamaban «la telediario» porque siempre estaba enterada de todo, aunque fallaba más que una escopeta de feria.

        —Tengo prisa, Paqui. A la vuelta me paso por tu casa y me cuentas.

       —Julita, es Manolo. Lo ha pillado un autobús…qué desgracia, Dios mío…yo no he podido ver más que sus zapatos porque ya lo habían cubierto con sábanas. Qué desgracia…Abre, que subo para que no pases el trago sola.

       —No puede ser…—no pudo decir más. Fue entonces cuando salió a la terraza.

        Allí estaba con los ojos enjuagados en lágrimas, quería dedicarle sus últimos pensamientos. El suyo había sido un amor de toda la vida. Se habían hecho la promesa de envejecer juntos y a pesar de las tormentas, se habían amado hasta el último día. Ella no pensaba ver un amanecer sin él.

       Soltó su mano de la pared y sintió el aire mecer su cuerpo. Entonces la puerta del piso se abrió. Manolo entró por la puerta hablando, mientras dejaba el llavero en el colgador de la entrada.

      —Julita, ¿dónde estás? Han atropellado a Vicente. Venía detrás de mí para devolverme la cartera. Cuando nos despedimos le vi cruzar por el medio de la calle como hace siempre. Qué viejo cabezota, Dios mío. Amor, ¿dónde estás?

        Los gritos sonaron desde la acera y entonces vio abierta la puerta de la terraza.


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