Estoy muerto. Al menos eso es lo que le ha dicho el médico a Mary, mi mujer. Pude escucharlo, aunque estaban a unos metros de la cama de hospital en la que estaba tumbado fingiendo dormir.
Cuando volvió a la habitación he escuchado como ahogaba el hipo de un llanto interno. Intentaba ser fuerte, Dios sabe todo lo que esa mujer ha pasado y superado y, sin embargo, esta enfermedad nos ha cogido por sorpresa a ambos.
Durante unos minutos sentí como si estuviesen hablando de otra persona, no podían estar poniéndole fecha de caducidad a mi vida. Joder, solo tengo cincuenta y dos años. He dejado de fumar, de beber y hasta me obligo a comer más sano. Mary me arrastra cada mañana a caminar con ella una hora. Al principio me costaba, ahora que veo que nos quedan pocos paseos solo deseo salir de este hospital y coger su mano mientras la escucho contarme las novedades del pueblo.
Notaba un dolor intenso en la garganta, es la rabia, el desconsuelo, la negación. Como cuando eres niño y viendo una escena triste en una película no quieres llorar delante de tus amigos. No pensaba llorar, no podían precisar cuánto tiempo me quedaba, pero no iba a doblar la rodilla de forma sumisa ante la muerte.
Cuando el médico me dio la noticia a la vez que el alta y me aconsejó que guardase reposo y disfrutase de mis seres queridos lo miré y le agradecí a regañadientes que fuera el portador de tan aciaga noticia. Mary sujetaba mi mano, pero rehuía mi mirada. Aun no estaba preparada para esto. Yo tampoco, Mary, yo tampoco.
Cuando llegamos al coche se sentó ella al volante, no quise disgustarla, estaba claro que en su cabeza había otras preocupaciones y que dentro de ellas estaba la extraña idea de que cuanto menos hiciera más horas le ganaríamos al triste desenlace. Durante un segundo estuve a punto de bromear acerca de si sería seguro que llevase ella el coche a pesar de llevar una veintena de años sin conducir por miedo, pero cuando iba a hacerlo me di cuenta de que le temblaba el mentón y preferí callar.
Al llegar a casa, suspiré mirando a mí alrededor, me gustaba el hogar que habíamos construido. Me alegraba saber que ya estaba pagada y que sería uno de aquellos asuntos a poner en orden que no supondría un gasto para Mary y, al no tener hijos, los asuntos, en general, se simplificaban mucho.
Comimos en silencio y la siesta habitual esta vez fue en la cama, ella insistió en que era mejor para mí. Se abrazó fuerte a mi cuerpo, no sé si para asegurarse que mi corazón seguía latiendo o para que no me alejasen de ella mientras dormía.
Esa noche cenamos en el porche, escuchando el sonido del bosque. Todavía nos costaba hablar entre nosotros, buscábamos palabras que no arrastrasen sentimientos y nos provocaran caer al vacío del llanto. Así que fui yo el que comenzó a hablar como si ese día nunca hubiera existido. Decidí seguir hablando de planes futuros, de cosas que quería arreglar en el campo, de viajes que haríamos a ver cómo estaban sus padres…Ella me miraba absorta, debatiéndose en si prohibirme aquellos esfuerzos o dejarme hablar y hacerle creer que aún nos quedaba un futuro juntos. Doy gracias a Dios por optar por lo segundo ya que la primera opción sería aceptar que mi vida, lo que me quedase de ella, de no ser así se limitaría a estar sentado mirando al vacío y esperando el final.
Una mañana, me desperté temprano y decidí salir a respirar el aire puro del amanecer, cargado de la humedad del rocío. Salí sigiloso, intentaba no despertar a Mary ya que había pasado toda la noche inquieta y entonces dormía plácidamente.
Al pasar por el lateral del porche, me pareció escuchar algo de revuelo en el gallinero, al principio no le di importancia, pero las palabras maldiciendo al gallo me pusieron en alerta. Desde hacía meses, notábamos que cada vez teníamos menos gallinas. Le echábamos la culpa a algún zorro hambriento. Desde la entrada del cobertizo, agazapado, comprobé que el zorro tenía nombre y apellidos, mi vecino. Otra de las condenas con las que había acarreado parte de mi vida.
Era un ser malhumorado, maleducado y faltón. La falta de higiene hacía que supiéramos de su visita desde antes de que llamase a la puerta y su presencia perduraba varios minutos después de su partida. Él era quien había ido llevándose nuestras gallinas, parte del futuro alimento de mi mujer, una viuda a la que la vida se le pondría complicada. No podía permitirlo. Mi mano se cerró alrededor del mando de la azada y en un mismo movimiento vi como mi brazo dejaba caer con toda mi fuerza la herramienta sobre el cráneo de mi ya difunto visitante. Lo eché con cuidado a una carretilla y lo serví de desayuno a los cerdos.
Mary se ocupaba del huerto y yo de los animales, así que sabía que no se asomaría por allí.
Después de aquello decidí que dedicaría mis últimos días a facilitarle la vida futura a Mary, sí, eso haría. Mientras desayunábamos, ella me dijo que había tenido problemas con el nuevo repartidor del correo. Al parecer la miraba de una forma que la incomodaba y nunca entregaba los paquetes a tiempo y tenía que desplazarse ella a buscarlos. Yo solo sonreí pensando en que nuestros cerdos desayunarían bien el tiempo que me quedase de vida. En la próxima matanza del cerdo, los nuestros serían los más hermosos y grandes y Mary se aseguraría buena carne para varios meses.
Espectacular! Siempre me sorprende con algo nuevo. Me encanta! 😍😘
ResponderEliminarMuchísimas gracias, preciosa mía😘😘
ResponderEliminar