miércoles, 25 de junio de 2025

El grano

          No había sido coqueta, nunca. En realidad, tenía la autoestima justa para salir de casa e ir al instituto. Poco más. Mi vida se había resumido básicamente en la repetición de ese único trayecto una y otra vez durante el invierno y se modificaba solo para ir a la biblioteca en los meses en los que el centro educativo estaba cerrado.

         Nunca había tenido demasiados amigos precisamente por ello. Sin embargo, no había conocido otra vida así que, como no puedes extrañar algo que no has tenido, me sentía completa en mi pequeño mundo.

         Mis padres estaban siempre demasiado ocupados para darse cuenta de ello y, si algún amigo de ellos se lo comentaba en alguna cena, ellos se escudaban en “es que es rarita” sin importarles si yo estaba delante o no.

          Esa falta de interés alguno fue lo que hizo que ni me inmutase cuando noté que me había salido un bulto en medio de la frente. Al principio, supuse que era un grano propio de la adolescencia. Algunas de mis compañeras de clase montaban un drama cuando les salía alguno. Para mí sin embargo solo suponían un fastidio cuando eran dolorosos o aumentaban mucho de tamaño.

          Así que cuando vi aquella protuberancia no le di la menor importancia. En mi instituto parecía invisible por lo que no se molestaban ni en hacerme bullying. Directamente me hacían el vacío, lo cual agradecía ya que ninguno de mis compañeros me parecía lo suficientemente interesante. Nadie reparó en mi grano como tampoco lo hicieron en todos los anteriores.

          Al día siguiente, el grano había aumentado de tamaño, no tanto hacia fuera, más bien lo notaba hacía dentro. “Mierda” pensé, estos eran de los que dolían y tardaban más en irse. Aun así, no intenté sacármelo ni maquillarlo o taparlo con el flequillo como hacían los demás. Simplemente seguí con mi vida normal.

          Fueron pasando los días y aquello seguía aumentando. Yo no me miraba nunca al espejo, me vestía en mi cuarto y bajaba directamente a desayunar. Aquel día, como todos los anteriores, mi madre estaba preparando el desayuno para mi hermano pequeño mientras él no dejaba de hablar contándole mil tonterías que ella escuchaba pacientemente.

          Al entrar en la cocina, mi hermano me miró y dejó de hablar. Me miraba extrañado, yo le sonreí porque supuse que para él igual era la primera vez que veía un grano tan grande. Mi madre que estaba de espaldas atendiendo las tortitas me preguntaba si iba a querer alguna. Le dije que no mientras me sentaba. Cuando ella se acercó a la mesa con el plato de tortitas de mi hermano reparó en mi aspecto y con una cara de absoluto miedo me miraba desconcertada.

          —¡Virgen Santa! Pero…

          No pudo articular mucho más ya que se puso a buscar con manos temblorosas su teléfono móvil en el bolso. Escuché que llamaba al doctor Arizmendi para pedirme una cita urgente para hoy mismo. Cuando colgó la llamada llamó a gritos a mi padre que casi se corta afeitándose al escuchar el grito de horror de mi madre. Le pidió que llevase a mi hermano al colegio, que me tenía que llevar a urgencias.

          Siempre que escuchamos la palabra “urgencias”, tengamos la edad que tengamos, nos alarma. Yo pensé que mi madre estaba montando un circo por un grano, sin embargo, ella no era así. La de veces que nos arrastró a la escuela haciendo caso omiso a nuestras quejas de dolores imaginarios solo porque queríamos quedarnos en casa.

          Me cogió del brazo y casi me llevó en volandas al coche. Todo aquello estaba siendo muy raro así que, mientras ella conducía a toda velocidad yo, sentada en el asiento del copiloto, bajé el parasol del acompañante que ocultaba un espejo minúsculo. Al poder ver mi reflejo, entendí la alarma de mi madre.

          El grano, o lo que yo pensaba que era un grano, tenía en el centro algo parecido a…no podía ser, era… ¿un ojo? Aquello no parpadeaba, pero la morfología era inconfundible. Yo más que miedo sentía una inmensa curiosidad.

          El médico que nos atendió lo primero que hizo fue llamar a dos especialistas para que bajasen a hacerme pruebas, mediciones, fotos…se alejaban y susurraban entre ellos. Luego, a mi madre le explicaron que se trataba de un teratoma, una especie de tumor de origen embrionario. Al parecer era habitual que desarrollasen algunas facciones humanas como ojos, dientes o pelo. Al parecer era necesario operarme, sin embargo, por la situación en la que se encontraba el mío, tan próximo al cerebro, querían probar otros métodos antes del quirúrgico. 

         Mi madre firmó un montón de papeles y autorizaciones y nos fuimos de allí con decenas de citas por los distintos especialistas. Yo me sentí bastante molesta, no quería perderme tantas clases, pero al ver la cara de preocupación de mi madre, no dije nada.

         Cuando al día siguiente aparecí en el instituto, por primera vez la gente me miraba, se apartaban de mi con la boca abierta o me señalaban sin reparo. Me sentía tan observada que ir allí se empezó a convertir en un suplicio. Sin embargo, algo me despertaba cada mañana, ese algo que me llevaba a empujar hacia la carretera al pequeño Tom por burlarse de mí, a clavarle un lápiz en la cara a Anna por insultarme en el pasillo o a tirar por las escaleras a Mike cuando enseñaba una caricatura mía a sus amigos en el pasillo hacia el patio. Tres incidentes que me han traído a esta habitación acolchada. Me han preguntado mil veces por qué lo hice, no lo sé. Simplemente algo dentro de mí tomó esa decisión.


miércoles, 18 de junio de 2025

El olor

          Cada día que pasaba odiaba más aquel pequeño piso en el extrarradio en el que vivía. Los últimos recortes presupuestarios en la facultad de Historia le habían obligado a mudarse a aquel horrible apartamento.

         No tenía más que una única y diminuta habitación por lo que se había visto obligada a montar un improvisado despacho en uno de los laterales del salón. Tampoco le importó demasiado ya que no veía nunca la televisión ni esperaba visitas.

         Cuando la simpática mujer de la inmobiliaria le enseñó el sitio no pudo ocultar su decepción. Lo cierto es que la franja de precios que podía permitirse era tan reducida que todos los que habían visitado hasta entonces eran igual de deprimentes. Y parecía que la cosa empeoraba en cada visita por lo que a aquellas alturas había asumido dos cosas. La primera, que no iba a encontrar el piso de sus sueños por menos de cuatrocientos euros, y lo segundo que empezaba a desesperarse al ver que el siguiente piso sería igual o peor que ese, así que susurró poco convencida “me lo quedo”.

         La mujer de la inmobiliaria pareció sentir lástima por ella y le dijo que seguro que con una buena decoración conseguiría hacer milagros. Además, antes de despedirse le estrechó la mano con la promesa de intentar negociar el precio del alquiler. 

         Ella misma sabía que el precio era desorbitado para aquel cuchitril que olía a pocilga. Enseguida trató de convencerse a sí misma de que seguro que era debido a aquella moqueta verde mohosa que recubría todo el piso. Le daba tanto asco que había conseguido lo que su madre siempre le pedía de pequeña cuando le gritaba que no anduviera descalza.

      Dedicó el mes de vacaciones de verano a pintar las paredes, cambiar algún electrodoméstico siempre asumiendo el costo y con la firme advertencia del propietario de que cuando se fuera tendría que dejar esos electrodomésticos nuevos allí.

      Se molestó en cambiar las cortinas y poner otras con colores crema para darle un toque más agradable y elegante y, sin embargo, a mitad se había cansado al ver que era cierto el dicho que dice que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

        Para terminar de rematar su sensación de desesperación, a la semana de vivir allí, el piso se llenó de mosquitos. Inofensivos pero molestos. Cuando dejaba los restos de un sándwich en un plato a los pocos minutos decenas de mosquitos se habían quedado pegados en la margarina o en la salsa que contuviera dentro.

        Al principio, pensó que al haber llegado la primavera era algo normal ya que en el portal y las escaleras que subían hasta el segundo piso, el suyo, mostraban la abundancia de los mismos insectos. Compró multitud de insecticidas en espray, pero se cansó de que su vivienda oliera de forma perpetua a citronela. Así que, como había ocurrido en el resto de la operación de decoración, también se rindió. 

        Pasaban las semanas y guardaba la esperanza de que, en septiembre, con la llegada del nuevo curso, el número de matrículas aumentase y la universidad pudiera volver a ofrecer los salarios propios de su cargo. Porque aquellos recortes que habían anunciado como temporales, casi hacía un años que se habían vuelto, al menos en apariencia, definitivos.

        Trataba de buscarle algo positivo a aquel lugar y aunque le costaba reconocerlo, era la vivienda más silenciosa en la que había vivido. Solo tres viviendas en el viejo edificio. Debajo suya, la señora Amparo, una mujer viuda y sin hijos que no tenía más compañía que la de sus gatos y que nunca llegó a ver. En el piso de encima, un marinero de alta mar que según le habían contado en el bar de debajo de casa, se pasaba medio año embarcado y medio año en tierra. Al parecer, se había ido hacía dos meses por lo que no esperaba verle hasta empezado el curso y, con un poco de suerte, como se repetía a menudo, para entonces quizá ya estaría de nuevo en su anterior casa en el Paseo Pereda, junto al mar.

        Un día, cuando volvía de una reunión en la facultad, le llamó la atención ver su calle abarrotada de gente. Todos miraban en una dirección, el portal de su casa. Al ver el camión de bomberos pensó en un incendio, casi al borde de la histeria nerviosa, algún electrodoméstico habría hecho contacto quemando toda la instalación de hilo de un piso atiborrado de paredes de papel pintado y con una moqueta sintética como acelerante.

       Conforme se acercaba, la ausencia de olor a quemado o humo le inquietaron. No tenía nada de valor en el piso, nunca había sido una mujer ostentosa en cuanto a joyas. Y lo único que podía terminar de hundirle sería la pérdida de su portátil o de su proyecto investigador que sumaba ya más de medio millar de documentos y del que guardaba copia en un pendrive, y por suerte, jamás se separaba de lo uno ni de lo otro.

         Se convirtió en otra curiosa más de su propio edificio mientras se aproximaba al mismo. Cuando se encontraba a un par de metros del portal, se tuvo que hacer a un lado para permitir el paso de los sanitarios que llevaban una aparatosa camilla sobre la que descansaba una bolsa funeraria. Al parecer, la señora Amparo había fallecido hacía unos días y su cuerpo se había ido descomponiendo, sirviendo de alimento para los felinos, muertos también. De ahí los mosquitos y aquel olor…pobre mujer.


miércoles, 11 de junio de 2025

Nosotros

         Desde el primer día que lo vi, supe que era él. Era un sentimiento extracorpóreo que no podría describir. Simplemente lo sabía. Cada novela, cada historia de amor que imaginaba había sido con él de protagonista, aun sin saber que existía. Y ahora que estaba a un par de metros de distancia, lo supe sin más.

        El cambio de ciudad y de instituto no podría decirse que me hubiera supuesto un gran trauma. Empezaba a acostumbrarme a aquello. Y cuando veía que nadie comprendía mis explicaciones ni mis quejas y que al final siempre eran los adultos los que decidían por mí, opté por sonreír y demostrar que no me importaba absolutamente nada.

          Había cursado primaria en dos centros distintos, ya que a la estúpida de Carol se le ocurrió jugar a ver quién era más valiente. ¿Cómo demonios iba a saber yo que era alérgica a las avispas? Cuando abrí el bote con dos de ellas sobre su mano y observé su cara de pánico, supe que había ganado. Lo que pasó después no había sido ni mi culpa ni mi problema. Pensaban que el trauma de haber perdido a mi mejor amiga me había hecho así de introvertida y que a lo mejor un cambio de centro me vendría bien.

         La secundaria no fue mucho mejor y aquel era el tercer centro al que iba, después del incidente con Carmen en el primero y con Carlos en el segundo. Tampoco quisieron escucharme cuando les expliqué que la primera había sido la responsable de su caída por aquel puerto de montaña en la excursión. Y Carlos… bueno, él simplemente estaba mejor muerto, aunque aquello nunca lo dije. Se había reído de mi carta de amor. Me había humillado leyéndola en voz alta en medio de clase. Cuando me encontré con él por casualidad en el sendero que atravesaba el arbolado de pinos de White Pine, supo que iba a morir. No lo encontraron jamás, pero alguien contó lo de aquella carta y prefirieron que fuera yo quien se cambiase de centro.

         Así que, por tercera vez, allí estaba: de pie frente a mis compañeros, presentándome y diciendo de dónde venía. Por supuesto —y por consejo de mis padres—, omitiendo detalles. La versión oficial sería que habían trasladado a mi padre, algo que no era del todo mentira, ya que lo había pedido él mismo.

        Las cosas no parecían distintas de un centro a otro. Seguían existiendo los mismos grupitos: los atléticos, las niñas de papá que me miraban como a un bicho raro, de arriba abajo, juzgando mi apariencia y, al fondo, junto a los perdedores, un pupitre vacío. Estaba claro que ya había sido encasillada.

       En la primera fila, junto a los percheros, estaba él. Con su cabello despeinado y su sonrisa. Aquellos ojos castaños que miraban hacia la ventana, lejos de allí. Tenía la cabeza ladeada, posada sobre su mano.

        Me quedé en blanco, el tiempo parecía haberse detenido. Dejé de escuchar las risas, los insultos y hasta la voz de la profesora que me invitaba a sentarme en mi sitio. Yo seguía allí, frente a todos, pero mirándolo solo a él.

         Las risas fueron en aumento y, cuando la profesora tocó mi hombro suavemente para devolverme a la realidad, del susto di un respingo hacia atrás, provocando las carcajadas y los aplausos de una clase que coreaba mi nombre seguido de una rima. “Valentina gorrina” era lo más original que habían conseguido.

       Al acabar las clases, pensé en esperarlo, en pedirle que me acompañara a casa. Mis planes se vieron frustrados cuando vi que un grupo de compañeros, junto con él, salían corriendo del aula y se dirigían al campo de fútbol. Le esperaría. No me importaba.

    Cuando ya anochecía y mis padres habían empezado a llamar desesperados al centro, el entrenamiento había terminado y poco a poco todos iban recogiendo sus cosas y volviendo a sus casas. Él se había quedado solo.

      Recogía el material deportivo mientras yo, poco a poco, descendía desde las gradas de frío hormigón desde donde lo había visto entrenar. Estaba a unos metros cuando oí la voz de una de las compañeras que se habían estado riendo de mí en clase. Se tiró en sus brazos y comenzó a besarlo. Parecía que iba a comérselo, pero literalmente. Me ardía la sangre al ver la escena. Era mío y no iba a permitir que aquella fulana me lo quitara. A él no.

        Cogí una de las banderillas del córner y, cegada por la ira, atravesé con todas mis fuerzas aquel famélico cuerpo, que cayó entre estertores al suelo. Él estaba allí, congelado, sin reaccionar. Su rostro era una mezcla de sorpresa y miedo. Hasta en esa situación, me parecía guapo.

         —¿Puedo acompañarte a casa? —le dije.


miércoles, 4 de junio de 2025

Madre

        Nada los había preparado para aquello. Desde que coincidieron en una de las asignaturas de la carrera, habían congeniado tanto que a nadie le extrañó cuando aparecieron un día por la facultad cogidos de la mano. Sus vidas habían estado destinadas a ser compartidas, aun sin saberlo. Profesionalmente, siguieron los mismos caminos: cuatro años de carrera, dos de máster, múltiples cursos, conferencias. Habían visitado yacimientos históricos por medio mundo, participando activamente en la selección, identificación y datación de restos. Se habían especializado en Antropología y Sociología. Les fascinaba el ser humano y todo aquello que le concernía.

         Sus estudios habían sido recogidos en diversos libros de carácter divulgativo por todo el país y, sin embargo, allí estaban, en blanco. Solían llevar con ellos cuadernos y grabadoras donde recogían todos los datos necesarios para luego poder plasmarlos en los informes. Además, aunque siempre fotografiaban los hallazgos para documentar con exactitud el yacimiento, a ella le gustaba dibujar a mano la escena. Defendía que solo cuando te fijas en algo para dibujarlo es cuando realmente ves lo que en una fotografía puede pasar desapercibido.

       Como siempre, habían dividido el lugar en cuadrantes y cada grupo se situaba en un conjunto de cuadrantes que tenían que cribar, pincelar, enumerar, extraer, documentar… concienzudamente. La teoría la conocían todos a la perfección y, aun así, ellos dos tenían la capacidad de entender, a través del estudio de lo que extraían, la escena o el lugar en el que se encontraban y lo que esperaban encontrar en las proximidades.

         Aunque la etapa prehistórica era la que más habían trabajado, la Edad Media era su favorita. Allí, donde los restos hablaban de batallas, de vidas familiares polarizadas entre la más extrema pobreza y la opulencia más desbordada. Donde la belleza de la empuñadura de una espada resaltaba como la diadema de la más exquisita reina.

         Habían decidido pasar una temporada en el yacimiento medieval de los siglos VII y VIII en Imola, Italia. Ambos contaban con una excedencia investigadora de un par de años, por lo que no dudaron en que aquel era el momento indicado.

        Los primeros meses no descubrieron gran cosa y, a pesar de ello, el color de aquellos atardeceres y la cultura de aquel país los había embrujado completamente. De hecho, alguna noche, tras haber hecho el amor, hablaban entrelazando sus cuerpos, de la posibilidad de mudarse a vivir allí.

        En aquellas tierras les había pillado por sorpresa el embarazo de ella y, como todavía era reciente, esperaban poder seguir trabajando unos meses más. La vida les sonreía y, en ocasiones, creían vivir en un sueño.

        Los dos primeros meses de embarazo fueron complicados: las náuseas matinales y los vómitos le quitaban totalmente el apetito y hacían que hubiera perdido mucho peso. Tanto, que él temía por su salud y la del pequeño.

         Conforme la tripa seguía creciendo, le costaba más ponerse en cuclillas o de rodillas para pincelar los restos, así que le habían pedido que se sentase junto a ellos y tomase nota de lo que fueran diciendo.

        La noche anterior, se había despertado entre gritos y sudores. Había tenido una pesadilla horrible donde ella era enterrada viva. Por más que intentaba eliminar aquella imagen de su recuerdo, era incapaz de hacerlo. Llegó a hacerle prometer que, si algo le ocurría, la velarían por lo menos un par de días antes de enterrarla para estar seguros de su fallecimiento. Aquello empezaba a obsesionarla.

         Por la tarde, habían vuelto a la excavación con el propósito de no pasar allí más de un par de horas; ella necesitaba descansar. Su vida y la del pequeño corrían peligro. Sentada en aquella incómoda silla plegable, tomaba nota de cada dato que él le decía.

         La sorpresa surgió cuando, pincelando, apareció lo que parecía una calota craneal. Ella soltó la libreta y, sin pensárselo dos veces, cogió otro de los pinceles para ayudar a su novio a sacar a la luz aquellos restos. En unos minutos, todo el equipo de arqueólogos los rodeaba con el mismo entusiasmo.

         Fueron descendiendo poco a poco, dejando al descubierto el torso de aquel cuerpo. Continuaron un poco más el descenso, hasta que, bajo las delicadas cerdas del pincel de ella, apareció un segundo cráneo. Esta vez más pequeño, mucho más pequeño. Era un bebé muy pequeño. Aquello la angustió, aunque no era la primera vez que se encontraban con un enterramiento múltiple.

         Cuando ambos cuerpos quedaron expuestos, ambos se miraban incrédulos. Él pudo ver el miedo en los ojos de ella. La posición del niño indicaba que había muerto en pleno proceso del parto. No había duda: aquella mujer había tenido una extrusión fetal post-mortem, o lo que se conoce como “parto en ataúd”.

         Ella no pudo volver a dormir, falleciendo a los tres días, completamente desnutrida y agotada.


miércoles, 28 de mayo de 2025

Aquella mirada

       No llevaba mucho tiempo trabajando en la morgue. A pesar de que sus amigos y familiares se habían tomado a chiste la elección de su profesión, ella la amaba. La tanatopraxia aunaba el silencio y la calma. Desde luego que algo se le removía dentro cuando empezó en el oficio, pero con el paso del tiempo había aprendido a consolar aquella angustia con el hecho de saber que ella conseguía que las familias se llevasen un último recuerdo de sus seres queridos que les permitiera alejar la pesadilla de la pérdida.

         No siempre era fácil, especialmente cuando se trataba de niños. Por suerte, no eran muy habituales y los padres solían preferir guardar el último recuerdo del infante vivo antes que verlo como un muñeco.

         Aquel día, cuando llegó a la sala, repasó las sesiones que tenía programadas. Casi una decena. Las festividades navideñas, en las que el alcohol regaba las mesas, solían, por desgracia, aumentar el número de fallecidos.

        Comenzaba por urgencia funeraria, es decir, aquellos que debían estar terminados sí o sí antes de cierta hora de recogida, dejando así para el final los más recientes. En este caso, la última sería una joven que se había cortado las venas.

       Repetía con diligencia el proceso rutinario de preparación de los cuerpos, poniendo especial esmero en disimular las cicatrices de las autopsias, las heridas, las fracturas… Los dos primeros habían sido un par de ancianos. Uno de ellos había fallecido por un infarto de miocardio y el otro por un fallo multiorgánico propio de la vejez. Ambos fueron procesos sencillos. Al ser varones de elevada edad, la idea era que lucieran dignos, elegantes e incluso bonachones.

       A estos les siguió un accidente de tráfico que había llevado a tener dos cuerpos allí postrados y era posible que llegase un tercero del mismo siniestro. Por lo que pudo leer en el informe, el conductor, una víctima varón, iba ebrio y se había llevado, además de su vida, la de su esposa. La hija luchaba por vivir en la UCI, aunque su pronóstico era muy grave. Apretó la mandíbula de rabia mientras negaba con la cabeza. Los recuerdos de su padre alcohólico acudían siempre a su mente.

      La siguiente cámara tenía el cuerpo de un pandillero acuchillado en una pelea. Era joven, demasiado. Se imaginaba el tormento que habría supuesto para su familia en vida, y ahora en muerte. Tenía la piel completamente tatuada. Las heridas habían sido certeras al corazón y a varios órganos vitales. Al menos, todas las lesiones podrían ocultarse con la ropa.

        Cuando había terminado la mitad de los cuerpos, ya pasaban de las cinco de la tarde, y decidió que era hora de parar a comer. No había sentido apetito en toda la mañana y prefirió esperar a llegar a la mitad del trabajo, por lo menos. Salió a la azotea del edificio; le gustaba sentarse allí, alejada del ruido, del mundo.

     Repasó mentalmente el mensaje de Carlos, su novio. La cosa no iba bien y ambos lo sabían. Evitaban mantener contacto visual para que ninguno se viera obligado a dar el paso. Sin embargo, aquel mensaje era un adiós. Lo sabía. Durante unos minutos recordó aquellos momentos felices, que le parecían muy lejanos en el tiempo. Poco a poco, los dos se habían ido sumergiendo en sus trabajos, llevando su relación a una rutina que había matado el amor y la pasión inicial.

      Llevaba la mitad del sándwich solamente, pero ya no le entraba más. Lo envolvió en el resto del papel de aluminio y se lo metió en el bolsillo. Volvió a la sala. Abrió el siguiente expediente. Causa del fallecimiento: politraumatismo debido a una caída desde una gran altura. Al parecer, había ingerido alguna sustancia y se había proyectado desde el balcón de un hotel en el centro. Recordaba haber escuchado algo sobre el caso en las noticias del día anterior. La verdad es que, cuando vio el cuerpo, escribió en el informe “Se aconseja ataúd cerrado” e hizo lo que pudo. No le dedicó mucho tiempo porque no había forma de evitar que aquello destrozase a los familiares.

   Continuó con los otros tres cuerpos con premura. Dos de ellos serían incinerados y, además, pertenecían a los servicios fúnebres municipales, por lo que se trataba de personas sin hogar o sin familia. En todo caso, los trató con el mismo mimo y respeto, recortando las barbas y los descuidados cabellos.

      Cuando sacó el último cuerpo, miró el reloj: no faltaba mucho para las once de la noche. De nuevo salía tarde de allí. Abrió despacio la bolsa que cubría el cuerpo, descubriendo a una joven de una belleza inaudita. La palidez de su piel hacía que pareciese una ninfa de porcelana. Su delicado rostro estaba enmarcado por una lacia melena negra. Tenía los ojos cerrados y su boca parecía mostrar una mueca de alivio. Quizá su muerte le había dado, por fin, una paz que no había sabido encontrar en vida.

       Con suma delicadeza pasó la esponja enjabonada por su cuerpo. La secó y perfumó. Planchó su pelo y pintó sus uñas. Sus facciones eran tan bellas que apenas necesitaba un poco de rubor en las mejillas y brillo en los labios para conseguir que pareciera que el calor de la sangre en sus venas y la inocencia de su juventud todavía insuflaban vida a su cuerpo. Tomó ambos productos del carro del maquillaje. Desechó la idea de utilizar ninguna sombra, ya que, al tener los ojos cerrados, parecía que dormía plácidamente. Aplicó el brillo de labios de un tono natural y subió hacia las mejillas, dispuesta a aplicar el rubor.

      Sin embargo, por primera vez, algo la asustó de verdad. Aquellos ojos ahora miraban al techo: sin vida, sin brillo, fijos en el infinito de un mundo al que ya no pertenecía y, sin embargo, allí estaba. Jamás olvidaría aquella mirada.


miércoles, 21 de mayo de 2025

Chiquillos

          Desde que nací había sido el ojito derecho de mamá. Hasta que aquel mocoso llegó a casa, yo era el dueño de todo el tiempo y las sonrisas de mamá. Disfrutaba de toda su atención. Cada nueva meta que alcanzaba se convertía en una fiesta de abrazos y besos y, por supuesto, de obligada repetición ante papá, los abuelos y cuanta visita viniera a verme.

        Porque sí, porque era a mí a quien venían a visitar, y siempre me traían chucherías de todo tipo: chocolates, bolsas de aperitivos, caramelos… Incluso, en contadas ocasiones, juguetes. Yo lucía mi mejor sonrisa y pronunciaba un "gracias" de esos que dejaban a los adultos con cara de lelos, mirando el hueco de mi primer diente caído. Luego, mi primera bata del cole de mayores, después mis primeras notas, mi mochila de mayores…

        Una tarde de verano —y lo recuerdo muy bien porque estaba disfrutando del reflejo del sol en el agua de la piscina de casa—, mis padres me llamaron. Me hicieron salir del agua, cosa que no me gustó, aunque pensé que sería para ofrecerme un helado, así que intenté cambiar el morro de enfado por una mirada curiosa hacia la mesa. No vi el helado, así que volvieron los morros.

        Mi madre me miraba muy fijamente y se reía de mi cara de ancianito. No lo entendí, por lo que al morro fruncido le acompañaron las cejas bajas. Yo quería volver al agua; además, empezaba a tener frío mientras notaba el agua resbalando por mis piernas.

      —¿Te cuento un secreto? —la miré embelesado. Aquella pregunta podía ser mejor aún que el helado. Esperé allí, expectante, a conocer ese secreto que hacía que mi padre también sonriera como un tonto. Dios, aquel helado debía de ser impresionante—. Vas a tener un hermanito.

        No sé la cara que debí de poner, porque estaba demasiado preocupado en volver al agua si no iban a darme ningún premio por haber salido de la piscina. Mi padre me hizo una foto en la que yo miraba a la piscina. Aquel hermanito ya empezaba mal.

         Conforme la tripa de mamá parecía una pelota, ella empezaba a sentirse siempre muy cansada para jugar conmigo. La gente venía a verla a ella y no a mí, y de las bolsas de regalo ya solo salía estúpida ropa de bebé.

      El día que mamá volvió del hospital con mi hermano, yo decidí hacerme pis encima. Era mi bienvenida a aquel niño que no hacía nada más que dormir y que no sabía ni sumar dos números. Cuando, con el tiempo, consiguió mantenerse sentado —ya que solía caerse de espaldas el muy tonto—, mis padres aplaudían y le hacían mil fotos. Me puse de pie y le empujé un poco hacia atrás, y volvió a caerse. Yo estaba seguro de que era porque le pesaba mucho la cabeza. Mi madre, sin embargo, se molestó conmigo y me llevó a "la silla de pensar", que no solía visitar mucho hasta que él llegó.

       Conforme pasaron los años, empecé a verle un poco la gracia a eso de tener a alguien con quien jugar, y me iba cayendo un poco mejor. Incluso, cuando comenzó en el cole de mayores, yo dejé de jugar con mis amigos para vigilar que nadie le hiciera nada. Era mi hermano pequeño, era mi deber. O así lo entendí yo.

       Yo ya tenía doce años cuando, una mañana de sábado, se me ocurrió jugar con mi hermano al escondite. La idea era que mamá y papá no lo encontrasen. El problema era aquella risa suya tan aguda y contagiosa que siempre lo delataba, así que le puse un pañuelo bien atado en la boca. Se me ocurrió que el mejor sitio para esconderlo era bajo mi cama, metido en el canapé.

       El juego debía empezar cuando mamá me llamó a voces para que me acercase a la tienda de Matilde a comprar el pan. Iba a explicarle el juego, pero pensé que eran unos minutos y que, al volver, seguiríamos jugando.

       Con las prisas por ir y volver, crucé sin mirar, y el estúpido coche del vecino chocó contra mí. No recuerdo mucho, porque todo se apagó, y cuando desperté, estaba en el hospital. Mi madre había envejecido como mil años y mi padre tenía los ojos tan hinchados de llorar que me costó reconocerlos.

        Estaba confuso. Cuando conseguí hablar, les pregunté por mi hermano, y aquello provocó de nuevo el llanto de mis padres. Al parecer, había desaparecido. La policía creía que debía haber salido detrás de mí a la calle y se había perdido, o alguien pudo llevárselo.

        Pregunté, nervioso, cuántos días llevaba en el hospital. Tres. Llevaba allí tres días.

      Me entristecía la desaparición de mi hermano más de lo que me había imaginado jamás. Recordé cómo me divertía jugando con mi hermano… Jugar… Escondite. Dios mío.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Bicho raro

      Recordaba haber sentido dolor toda su vida. Daba igual la parte del cuerpo: cuando no tenía infección de oído, era de garganta, de espalda o de pies. Había tenido que pasar por múltiples tratamientos, hostigada por una débil salud. Sin pretenderlo, se había ganado múltiples apodos en el colegio debido a sus enormes botas ortopédicas, al aparato de dientes, a las gafas que, año tras año, se volvían más gruesas, etc.

      En el instituto, las cosas no mejoraron: pasó de ser el hazmerreír a ser el bicho raro, y en la universidad, la eterna virgen. Cuando acabó la carrera de Biomedicina, su propósito más firme era ayudar a otros para que no tuvieran la vida que ella había tenido. Sin embargo, la vida la golpeó de nuevo cuando el único chico con el que había salido le contagió una infección genital que volvió a doblegarla a base de antibióticos y antivirales. Al parecer, el muchacho había tenido un escarceo con una mujer una noche que había salido con sus amigos.

       La relación se terminó en ese mismo instante y, rota por la desesperación, pasó esa noche sentada en una de las sillas de la cocina, con la mirada fija en una de las baldosas de la pared. Se había pasado la vida llorando en secreto, en la soledad de su habitación. Sin embargo, aquella noche no lloraba. Su mente había conseguido desconectarse del dolor, de la realidad de su cuerpo tangible.

       Cuando por fin la primera luz del día iluminó sus manos, se levantó y se puso un chaquetón encima del camisón. Salió de casa y, de forma autómata, se dirigió al laboratorio en el que llevaba trabajando los últimos cinco años de su vida. A esas horas, el vigilante de la garita de entrada al recinto no reparó en su apariencia física, ya que disfrutaba de un cálido café mientras escuchaba la radio. Simplemente la saludó con la mano, facilitándole el acceso al edificio.

      Subió a su planta, donde, tras pasar su carnet magnético, tuvo acceso a todas las cámaras en las que se conservaban miles de probetas con diversas muestras vivas de organismos que estudiaban a diario.

       Abrió su bolso y, media hora más tarde, volvió a salir del edificio sin que nadie reparara en ella ni en su camisón de cerezas, que asomaba desgastado debajo de aquel chaquetón.

      Se subió al coche y, sin apenas parpadear, condujo diligente hacia su destino. Ya no habría más humillaciones. Se acabaría el ser un bicho raro. No respetó ni uno solo de los semáforos que le cortaban el paso, pero a esas horas de la mañana de un sábado, las calles estaban desiertas.

      Desde el coche saludó a Herminio, el orondo agente de seguridad de la central de suministros de agua de la ciudad. Estaba avisado de que, aleatoriamente, los miembros del Laboratorio Central de Sanidad podían ir a recoger muestras de agua, por lo que, cuando vio la identificación de ella, le facilitó la entrada saludándola con un gesto militar.

       Sabía perfectamente dónde estaba la central de distribución general del agua potable de la ciudad, por lo que no le costó acceder a la puerta que llevaba al interior de aquel enorme búnker. Una vez dentro, se quitó el chaquetón y lo dejó en el suelo. Abrió con cuidado el bolso y, una a una, fue vaciando las probetas de aquel líquido transparente, dejándolo caer en aquel inmenso manantial de agua ya depurada.

      Casi un centenar de probetas vacías se apilaban a sus pies. Cuando terminó, se dirigió a las metálicas escaleras que se introducían en el agua y permaneció allí, dejándose flotar, mirando el techo de hormigón de aquel lugar. Rápidamente comenzó a dejar de sentir dolor, en desaparecer para siempre.

         La policía no tardó en personarse en el vestíbulo del Laboratorio Central. Aquella llamada hablaba de una gran tragedia. Al parecer, uno de sus empleados podría haber sustraído centenares de una de las bacterias más agresivas.

        —¿De qué demonios estamos hablando? —preguntó exasperado el inspector Robles.

     —Del Vibrio vulnificus… o, si lo prefiere… la bacteria «come carne» —contestó con un claro temblor en la voz.

        Esa semana no cesaban de oírse sirenas de ambulancias por toda la ciudad. Nadie sabía cómo se habían contagiado. Pasaron dos semanas buscando alimentos en común. Todos los laboratorios del país analizaban miles de muestras. Hasta que uno de los empleados acudió al depósito de agua a recoger unas muestras y, al entrar en el búnker, pisó un montón de probetas de cristal.