Cierro los ojos y los noto moverse bajo mi piel. Al principio, intenté ignorarlo. “Es efecto de las pastillas para el pelo” pensé. Aquellas malditas gominolas que me prometen frenar la caída. Supuse que mi cabeza me picaba porque era normal que los pelos nuevos al salir irritasen el cuero cabelludo. Es más, llegué a sentirme esperanzada cada vez que sentía esa sensación de picor. Volvía mi larga melena a querer brotar. Nada más lejos de la realidad.
Esa sensación de picor se fue extendiendo por todo el cuerpo. Dentro de mí seguí tranquilizándome, pensando en que hay poros por todo el cuerpo y, aunque las mujeres no tenemos el vello tan fuerte como los hombres, también tenemos. Así que intentaba no rascarme para no dejarme las piernas como si me hubiera cruzado con un tigre por el pasillo de mi casa.
Mis amigos me decían que me notaban más seria, que muchas veces parecía distraída mientras me hablaban. Realmente me costaba mucho no clavar las uñas en mi piel y tratar de calmar aquel picor, pero todos sabemos que rascarnos puede llevar a una irritación de la piel que haga que nos pique más así que intentaba pensar en otra cosa, todo ello mientras veía a mis acompañantes mover la boca y yo era consciente de que no me estaba enterando de los últimos cotilleos de sus trabajos o parejas.
Cuando por fin me atreví a pedir cita al médico sentí vergüenza de estar allí por algo que, seguro que no era más que una tontería, sin embargo, después de cambiar la marca de gel a uno especial para pieles atópicas y de dejar las puñeteras vitaminas, seguía notando aquella picazón en la piel que no me dejaba dormir apenas. Sentada en la sala de espera, miraba a ambos lados, reconocía a prácticamente todos, aunque no consiguiera recordar sus nombres. Sabía que la mujer mayor que me sonreía desde la silla más alejada a mí llevaba muchos años encogida por una artritis que había ido retorciendo su cuerpo, llevaba años padeciendo un dolor del que jamás se quejaba.
Uno de los hijos de mis vecinos, llevaba el brazo en cabestrillo por lo que deduje que la sesión de patinaje de ayer en el bordillo delante de casa no terminó bien. Debió de callarse toda la noche para no recibir la bronca de su nerviosa madre, sin embargo, los dedos hinchados como chorizos ya no podían ocultarse más.
Así, uno tras otro, casos médicos que requerían una atención más urgente que la mía, o al menos eso pensé. Allí sentada trataba de no rascarme compulsivamente por no parecer enferma de alguna enfermedad contagiosa que diese lugar a la extensión de un rumor infundado por el pueblo.
Algo no iba bien, y era posible que, aunque no fuera contagioso, tampoco era bueno. Se había ido extendiendo y apenas había un centímetro de mi piel que no me picase como si fuego en lugar de sangre corriese bajo mi epidermis.
Cuando entré en la consulta, la mirada cansada de mi doctor me hizo arrepentirme de inmediato de haber pedido la cita. Me sentía avergonzada si salía de allí con una receta de una cremita calmante, pero la verdad es que estaba asustada. Mucho.
Mientras le contaba mis síntomas, él escribía en el ordenador sin mirarme siquiera. Me pidió que me sacase la ropa para observar mi piel y volvía al ordenador a escribir. Algo leía y negaba con la cabeza y volvía a la camilla donde el roce del papel que la cubría hacía que mis ganas de arañarme entera crecieran.
Me solicitó varias pruebas y me citó hace dos días para hablar de los resultados. Cuando me llamó por teléfono para adelantar la cita me asusté. Siempre me habían dicho eso de “si tuvieras algo, te llaman por teléfono”, yo pensaba que era una leyenda urbana, pero allí estaba de nuevo en la sala de espera.
Al entrar, noté preocupación en su rostro. Me pidió que me sentase y está vez sí que me miraba directamente a los ojos. Junto a él, por primera vez desde que acudía a su consulta, había otro médico que se presentó como un especialista en procesos infecciosos del sistema digestivo. No entendía nada.
—¿Le gusta el sushi? —comenzó mirándome fijamente para analizar mi expresión.
No entendía el porqué de aquella pregunta. No era momento de ligar o de hablar de cosas banales. El hecho de que tuvieran que darme la noticia dos médicos acerca de qué me ocurría ya era bastante inquietante. Sin embargo, asentí. Con el cambio de horario en los turnos de la oficina, apenas me quedaba tiempo para ir a casa, comer de forma ordenada y volver a tiempo al trabajo, así que disfrutaba muy a menudo de aquel manjar oriental en el Sushi Island que habían abierto allí cerca.
—¿Qué tiene eso qué ver con lo que me pasa? —pregunté irritada.
—Verá…padece usted de parasitosis intestinal —leyó el informe como si aun no pudiera creérselo.
—¿Cómo? —pregunté sin entender.
—Tiene el cuerpo lleno de larvas, habitualmente es algo producido por comer pescado crudo contaminado.
Siguió hablando y me dio una retahíla de recetas con el tratamiento y las citas a seguir. Llevo dos días tumbada en la cama con la mirada fija en el techo atenazada por el pánico al sentirlos moverse bajo mi piel.