miércoles, 1 de octubre de 2025

Los noto

          Cierro los ojos y los noto moverse bajo mi piel. Al principio, intenté ignorarlo. “Es efecto de las pastillas para el pelo” pensé. Aquellas malditas gominolas que me prometen frenar la caída. Supuse que mi cabeza me picaba porque era normal que los pelos nuevos al salir irritasen el cuero cabelludo. Es más, llegué a sentirme esperanzada cada vez que sentía esa sensación de picor. Volvía mi larga melena a querer brotar. Nada más lejos de la realidad.

         Esa sensación de picor se fue extendiendo por todo el cuerpo. Dentro de mí seguí tranquilizándome, pensando en que hay poros por todo el cuerpo y, aunque las mujeres no tenemos el vello tan fuerte como los hombres, también tenemos. Así que intentaba no rascarme para no dejarme las piernas como si me hubiera cruzado con un tigre por el pasillo de mi casa.

         Mis amigos me decían que me notaban más seria, que muchas veces parecía distraída mientras me hablaban. Realmente me costaba mucho no clavar las uñas en mi piel y tratar de calmar aquel picor, pero todos sabemos que rascarnos puede llevar a una irritación de la piel que haga que nos pique más así que intentaba pensar en otra cosa, todo ello mientras veía a mis acompañantes mover la boca y yo era consciente de que no me estaba enterando de los últimos cotilleos de sus trabajos o parejas.

        Cuando por fin me atreví a pedir cita al médico sentí vergüenza de estar allí por algo que, seguro que no era más que una tontería, sin embargo, después de cambiar la marca de gel a uno especial para pieles atópicas y de dejar las puñeteras vitaminas, seguía notando aquella picazón en la piel que no me dejaba dormir apenas. Sentada en la sala de espera, miraba a ambos lados, reconocía a prácticamente todos, aunque no consiguiera recordar sus nombres. Sabía que la mujer mayor que me sonreía desde la silla más alejada a mí llevaba muchos años encogida por una artritis que había ido retorciendo su cuerpo, llevaba años padeciendo un dolor del que jamás se quejaba.

         Uno de los hijos de mis vecinos, llevaba el brazo en cabestrillo por lo que deduje que la sesión de patinaje de ayer en el bordillo delante de casa no terminó bien. Debió de callarse toda la noche para no recibir la bronca de su nerviosa madre, sin embargo, los dedos hinchados como chorizos ya no podían ocultarse más. 

         Así, uno tras otro, casos médicos que requerían una atención más urgente que la mía, o al menos eso pensé. Allí sentada trataba de no rascarme compulsivamente por no parecer enferma de alguna enfermedad contagiosa que diese lugar a la extensión de un rumor infundado por el pueblo.

         Algo no iba bien, y era posible que, aunque no fuera contagioso, tampoco era bueno. Se había ido extendiendo y apenas había un centímetro de mi piel que no me picase como si fuego en lugar de sangre corriese bajo mi epidermis.

         Cuando entré en la consulta, la mirada cansada de mi doctor me hizo arrepentirme de inmediato de haber pedido la cita. Me sentía avergonzada si salía de allí con una receta de una cremita calmante, pero la verdad es que estaba asustada. Mucho.

         Mientras le contaba mis síntomas, él escribía en el ordenador sin mirarme siquiera. Me pidió que me sacase la ropa para observar mi piel y volvía al ordenador a escribir. Algo leía y negaba con la cabeza y volvía a la camilla donde el roce del papel que la cubría hacía que mis ganas de arañarme entera crecieran.

        Me solicitó varias pruebas y me citó hace dos días para hablar de los resultados. Cuando me llamó por teléfono para adelantar la cita me asusté. Siempre me habían dicho eso de “si tuvieras algo, te llaman por teléfono”, yo pensaba que era una leyenda urbana, pero allí estaba de nuevo en la sala de espera.

       Al entrar, noté preocupación en su rostro. Me pidió que me sentase y está vez sí que me miraba directamente a los ojos. Junto a él, por primera vez desde que acudía a su consulta, había otro médico que se presentó como un especialista en procesos infecciosos del sistema digestivo. No entendía nada.

       —¿Le gusta el sushi? —comenzó mirándome fijamente para analizar mi expresión. 

        No entendía el porqué de aquella pregunta. No era momento de ligar o de hablar de cosas banales. El hecho de que tuvieran que darme la noticia dos médicos acerca de qué me ocurría ya era bastante inquietante. Sin embargo, asentí. Con el cambio de horario en los turnos de la oficina, apenas me quedaba tiempo para ir a casa, comer de forma ordenada y volver a tiempo al trabajo, así que disfrutaba muy a menudo de aquel manjar oriental en el Sushi Island que habían abierto allí cerca.

        —¿Qué tiene eso qué ver con lo que me pasa? —pregunté irritada.

        —Verá…padece usted de parasitosis intestinal —leyó el informe como si aun no pudiera creérselo.

        —¿Cómo? —pregunté sin entender.

    —Tiene el cuerpo lleno de larvas, habitualmente es algo producido por comer pescado crudo contaminado. 

       Siguió hablando y me dio una retahíla de recetas con el tratamiento y las citas a seguir. Llevo dos días tumbada en la cama con la mirada fija en el techo atenazada por el pánico al sentirlos moverse bajo mi piel.

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Estoy muerto


        Estoy muerto. Al menos eso es lo que le ha dicho el médico a Mary, mi mujer. Pude escucharlo, aunque estaban a unos metros de la cama de hospital en la que estaba tumbado fingiendo dormir.

        Cuando volvió a la habitación he escuchado como ahogaba el hipo de un llanto interno. Intentaba ser fuerte, Dios sabe todo lo que esa mujer ha pasado y superado y, sin embargo, esta enfermedad nos ha cogido por sorpresa a ambos. 

      Durante unos minutos sentí como si estuviesen hablando de otra persona, no podían estar poniéndole fecha de caducidad a mi vida. Joder, solo tengo cincuenta y dos años. He dejado de fumar, de beber y hasta me obligo a comer más sano. Mary me arrastra cada mañana a caminar con ella una hora. Al principio me costaba, ahora que veo que nos quedan pocos paseos solo deseo salir de este hospital y coger su mano mientras la escucho contarme las novedades del pueblo.

         Notaba un dolor intenso en la garganta, es la rabia, el desconsuelo, la negación. Como cuando eres niño y viendo una escena triste en una película no quieres llorar delante de tus amigos. No pensaba llorar, no podían precisar cuánto tiempo me quedaba, pero no iba a doblar la rodilla de forma sumisa ante la muerte.

      Cuando el médico me dio la noticia a la vez que el alta y me aconsejó que guardase reposo y disfrutase de mis seres queridos lo miré y le agradecí a regañadientes que fuera el portador de tan aciaga noticia. Mary sujetaba mi mano, pero rehuía mi mirada. Aun no estaba preparada para esto. Yo tampoco, Mary, yo tampoco.

      Cuando llegamos al coche se sentó ella al volante, no quise disgustarla, estaba claro que en su cabeza había otras preocupaciones y que dentro de ellas estaba la extraña idea de que cuanto menos hiciera más horas le ganaríamos al triste desenlace. Durante un segundo estuve a punto de bromear acerca de si sería seguro que llevase ella el coche a pesar de llevar una veintena de años sin conducir por miedo, pero cuando iba a hacerlo me di cuenta de que le temblaba el mentón y preferí callar.

        Al llegar a casa, suspiré mirando a mí alrededor, me gustaba el hogar que habíamos construido. Me alegraba saber que ya estaba pagada y que sería uno de aquellos asuntos a poner en orden que no supondría un gasto para Mary y, al no tener hijos, los asuntos, en general, se simplificaban mucho.

         Comimos en silencio y la siesta habitual esta vez fue en la cama, ella insistió en que era mejor para mí. Se abrazó fuerte a mi cuerpo, no sé si para asegurarse que mi corazón seguía latiendo o para que no me alejasen de ella mientras dormía.

         Esa noche cenamos en el porche, escuchando el sonido del bosque. Todavía nos costaba hablar entre nosotros, buscábamos palabras que no arrastrasen sentimientos y nos provocaran caer al vacío del llanto. Así que fui yo el que comenzó a hablar como si ese día nunca hubiera existido. Decidí seguir hablando de planes futuros, de cosas que quería arreglar en el campo, de viajes que haríamos a ver cómo estaban sus padres…Ella me miraba absorta, debatiéndose en si prohibirme aquellos esfuerzos o dejarme hablar y hacerle creer que aún nos quedaba un futuro juntos. Doy gracias a Dios por optar por lo segundo ya que la primera opción sería aceptar que mi vida, lo que me quedase de ella, de no ser así se limitaría a estar sentado mirando al vacío y esperando el final.

          Una mañana, me desperté temprano y decidí salir a respirar el aire puro del amanecer, cargado de la humedad del rocío. Salí sigiloso, intentaba no despertar a Mary ya que había pasado toda la noche inquieta y entonces dormía plácidamente.

         Al pasar por el lateral del porche, me pareció escuchar algo de revuelo en el gallinero, al principio no le di importancia, pero las palabras maldiciendo al gallo me pusieron en alerta. Desde hacía meses, notábamos que cada vez teníamos menos gallinas. Le echábamos la culpa a algún zorro hambriento. Desde la entrada del cobertizo, agazapado, comprobé que el zorro tenía nombre y apellidos, mi vecino. Otra de las condenas con las que había acarreado parte de mi vida. 

       Era un ser malhumorado, maleducado y faltón. La falta de higiene hacía que supiéramos de su visita desde antes de que llamase a la puerta y su presencia perduraba varios minutos después de su partida. Él era quien había ido llevándose nuestras gallinas, parte del futuro alimento de mi mujer, una viuda a la que la vida se le pondría complicada. No podía permitirlo. Mi mano se cerró alrededor del mando de la azada y en un mismo movimiento vi como mi brazo dejaba caer con toda mi fuerza la herramienta sobre el cráneo de mi ya difunto visitante. Lo eché con cuidado a una carretilla y lo serví de desayuno a los cerdos.

         Mary se ocupaba del huerto y yo de los animales, así que sabía que no se asomaría por allí.

        Después de aquello decidí que dedicaría mis últimos días a facilitarle la vida futura a Mary, sí, eso haría. Mientras desayunábamos, ella me dijo que había tenido problemas con el nuevo repartidor del correo. Al parecer la miraba de una forma que la incomodaba y nunca entregaba los paquetes a tiempo y tenía que desplazarse ella a buscarlos. Yo solo sonreí pensando en que nuestros cerdos desayunarían bien el tiempo que me quedase de vida. En la próxima matanza del cerdo, los nuestros serían los más hermosos y grandes y Mary se aseguraría buena carne para varios meses. 



miércoles, 17 de septiembre de 2025

El bocadillo

          Odiaba ir a la escuela desde el primer día que entró en aquella aula y Unai puso sus ojos en él. En aquel preciso instante había dado comienzo una etapa de su vida en la que las collejas, los insultos y los escupitajos en el pelo eran diarios.

        Al principio, lloraba y se escondía. Había comenzado a orinarse en la cama y por las mañanas, cuando su madre lo despertaba para ir al colegio, deseaba con todas sus fuerzas encontrarse tan enfermo por fuera como se sentía por dentro a ver si su madre le permitía quedarse en casa. A salvo.

         Había perdido el apetito y las ganas de hablar. Se mantenía en constante estado de alerta y es que, con el paso de los años, las maldades de Unai habían ido agravándose hasta el punto de ser peligrosas.

        Había probado de todo siguiendo las sugerencias de aquellos adultos que auspiciados en una supuesta experiencia le decían que lo ignorase, que se aburriría, que hablase con él, que lo enfrentase, que le parase los pies e incluso que se lo dijese a los profesores. Nada dio resultado, bueno sí, una nueva paliza o humillación pública.

         Todo había dado comienzo con la última paliza de su padre a su madre. Ella se cansó de él, pidió el divorcio y volvieron a la ciudad natal de su madre. «Tenía que empezar de cero», había dicho, pero se había olvidado que para él también era un cambio.

       Aquel miércoles tenían excursión al monte Aloya. Algo que podía haberle producido una ilusión tremenda ya que siempre había adorado la naturaleza y salir del centro, desde que vivía allí, aquellas excursiones se traducían en oportunidades de Unai para amenazarlo o atemorizarlo con miedos nuevos.

          Intentaba caminar siempre próximo a los profesores, en silencio, con la mirada nerviosa controlando los flancos. La idea era complicarle lo máximo posible la posibilidad de herirle, ya que aquel malvado ser conseguía siempre ocultar sus actos de la mirada de unos profesores que empezaban a dudar de que sus quejas no fueran más que para llamar la atención al ser nuevo y que para ello no dudaba en calumniar a otro compañero.

          A la hora del almuerzo, los profesores se sentaron todos juntos en unas mesas de piedra que había en una especie de merendero en la cima. Pensó en pedirles si se podía sentar en la mesa con ellos, pero se lo pensó mejor ya que aquello seguro que lo avergonzaría más delante de sus compañeros.

        Alejándose unos metros, se sentó apoyando su espalda contra el tronco de un árbol, así cubriría su espalda. Masticaba despacio los trozos de aquel reblandecido bocadillo de tortilla de patatas que su madre le había preparado por la mañana con todo su cariño. Estaba delicioso. Tanto que cerró los ojos dejándose llevar por el sabor de la tortilla, el pan y el armonioso ruido del bosque. Por ello no se dio cuenta de que alguien se le había acercado por detrás sigilosamente. Alguien que llevaba algo en la mano, posado sobre un pañuelo de papel. Cuando abrió los ojos le dio el tiempo justo para ver la mano de Unai acercándose velozmente a su cara y restregando aquel papel sobre su boca. El olor y la textura no dejaban lugar a dudas, era boñiga aun caliente de vaca. Unai se echó a correr y él se quedó allí con el último trozo del bocadillo todavía en la boca.

           Los profesores desde la mesa avisaban a los niños para que fueran terminando y mirando hacia él le preguntaron si estaba rico el bocadillo de chocolate que se estaba comiendo. Con los ojos vacíos y la mirada perdida asintió mientras se limpió como pudo en una fuente cercana. Aquello era el fin, no podía más. Se acercó al borde del mirador mientras todos se subían al autobús para volver a casa. 

           Él no tenía intención de volver. Se sentía vacío, sin latido en el pecho. Miró hacia abajo, la caída era mortal. Un hormigueo en el estómago le invitaba a saltar, a poner fin a todo. Mientras una lágrima resbalaba por su mejilla como única despedida, se agachó para pasar por debajo de aquella roída barandilla protectora de madera. De nuevo Unai, se había acercado corriendo por detrás para propinarle una sonora colleja, sin embargo, no esperaba que su víctima se agachase en el preciso momento en el que ejercía toda su fuerza aprovechando la velocidad de la carrera.

          Al encontrarse con el vacío que había dejado el cuerpo de su víctima agachada, su cuerpo pasó por la inercia por encima de la barandilla. Solo fueron unos segundos, tres a lo sumo, y entonces su cráneo sonó como un coco cuando se abre. El niño ya de pie volvió a asomarse y lo vio en el fondo del precipicio, con la mirada inerte fija en el cielo. Sonrió.

        Se subió al autobús y cuando pasaron lista los profesores y dijeron el nombre de Unai, el silencio denunció su ausencia. Nadie reparó en aquel niño nuevo que seguía con la mirada fija en el suelo del vehículo, esta vez para que nadie viera que seguía sonriendo.


jueves, 11 de septiembre de 2025

Hacernos viejitos

          La idea de morir no le asustaba, nunca lo hizo. Estaba tranquila incluso allí subida, sobre aquella mesa redonda de la terraza donde tantas veces habían tomado café juntos. La madera carcomida por las termitas crujía bajo sus pies, amenazando con romperse en cualquier momento propulsando su cuerpo al vacío desde aquel octavo piso.

       Se tomó unos segundos para recordar los años que habían vivido juntos. En ningún momento habían pensado en que su final no sería a la vez y uno de los dos tenía que afrontar el resto del tiempo que le quedase solo.

         Sus hijos, a los que habían cuidado, querido y protegido, habían volado pronto del nido y, cuando los ahorros se les habían terminado, habían dejado de preocuparse por sus ancianos padres. Al menos se habían tenido el uno al otro.

       El temblor de la mesa bajo su peso hizo tintinear una tuerca que encontraron en el suelo y que habían dejado en el interior de un viejo jarrón de boca ancha que tenían allí y no habían tirado solo porque era un regalo de su difunta suegra y les hacía duelo ser irrespetuosos.

          Miró al frente. Desde allí el barrio parecía mucho más grande. Podía ver a los niños en el patio del colegio. En ese momento le preocupaba que pudieran verle y herir su frágil sensibilidad de por vida. 

          Estuvo a punto de bajar y, sin embargo, subió el pie izquierdo a la barandilla ayudada por la pared izquierda. Notó el hormigueo de la circulación en la planta de los pies, aunque la barandilla era ancha como para no hacerle demasiado daño.

        Echó un último vistazo hacia el interior de la vivienda, aquella que les había costado tanto esfuerzo pagar con el único sueldo de él como trabajador del aserradero municipal. Ella se ocupaba de la casa y los niños con el mismo empeño y maestría que lo habían hecho antes su madre y su abuela. Había sido muy feliz en aquel hogar. Incluso cuando los hijos los abandonaron y podían haberse sumido en una tristeza infinita, habían vuelto a enamorarse como cuando eran jóvenes de aquellos silencios compartidos, de conversaciones antes de dormir y de desayunos en aquella terraza en la que ahora se encontraba.

         Los recuerdos se agolpaban en su mente. Muchos se habían ido borrando con el paso de los años; otros, sin embargo, se aferraban a ella y la consolaban. En todos ellos estaba siempre él a su lado, con su sonrisa amable. Ella siempre había tenido mucho genio, era firme, testaruda. Él paciente, tranquilo, comprensivo. La noche y el día, que no podían ser el uno sin el otro. En un pequeño impulso, izó también el pie derecho.

        La brisa le acariciaba las piernas por debajo de aquel fino vestido de flores con el que pensaba haber acudido al Mercado Central a por algo de pescado para comer. A los dos, durante el desayuno, se les había antojado pescadilla frita para comer.

        Todo eso fue antes. Mucho antes. Al menos un par de horas en las que tras el desayuno. Él se había bajado a dar un paseo por el barrio hasta el bar de la esquina. Allí leía el periódico, se tomaba un cortado y ella sabía que se fumaba un cigarro a escondidas. Se lo olía en el aliento cuando volvía a casa. Al principio, le reprendía por ello, pero a esas alturas de la vida, morir por cáncer de pulmón al fumar no era algo que les preocupase.

        Mientras él se iba, ella recogía la vajilla del desayuno y se arreglaba. Tenían que encontrarse en el portal a las diez en punto. Aunque ya peinaban sedosos cabellos blancos, les seguía haciendo ilusión vivir aquello como citas.

       Eran las diez menos cinco cuando el sonido del timbre la había asustado. Él no llamaba nunca y llevaban tanto tiempo sin recibir visitas que había olvidado la potencia de aquel artilugio. Con el corazón latiendo deprisa, contestó acercando bien el oído al auricular. Mantenían un excelente estado de forma a pesar de la edad, sin embargo, había perdido un poco de audición.

        —¿Quién llama?

     —Julita, soy la Paqui, menuda desgracia…—entre bromas en casa, la llamaban «la telediario» porque siempre estaba enterada de todo, aunque fallaba más que una escopeta de feria.

        —Tengo prisa, Paqui. A la vuelta me paso por tu casa y me cuentas.

       —Julita, es Manolo. Lo ha pillado un autobús…qué desgracia, Dios mío…yo no he podido ver más que sus zapatos porque ya lo habían cubierto con sábanas. Qué desgracia…Abre, que subo para que no pases el trago sola.

       —No puede ser…—no pudo decir más. Fue entonces cuando salió a la terraza.

        Allí estaba con los ojos enjuagados en lágrimas, quería dedicarle sus últimos pensamientos. El suyo había sido un amor de toda la vida. Se habían hecho la promesa de envejecer juntos y a pesar de las tormentas, se habían amado hasta el último día. Ella no pensaba ver un amanecer sin él.

       Soltó su mano de la pared y sintió el aire mecer su cuerpo. Entonces la puerta del piso se abrió. Manolo entró por la puerta hablando, mientras dejaba el llavero en el colgador de la entrada.

      —Julita, ¿dónde estás? Han atropellado a Vicente. Venía detrás de mí para devolverme la cartera. Cuando nos despedimos le vi cruzar por el medio de la calle como hace siempre. Qué viejo cabezota, Dios mío. Amor, ¿dónde estás?

        Los gritos sonaron desde la acera y entonces vio abierta la puerta de la terraza.


miércoles, 3 de septiembre de 2025

Su tienda de confianza

       Cuando el repartidor le pidió si podía guardarle el paquete a su vecina ausente, no pudo evitar fijarse en la etiqueta de procedencia del mismo. Aquella mujer no era la primera vez que compraba ropa en esa tienda en línea. De hecho, con el paso de los días, esta plataforma había ido cobrando tanto peso que era raro no conocer a alguien que no comprara allí.

          Los precios y la calidad eran tan competitivos que habían provocado el cierre de múltiples tiendas en su propio barrio. Una de ellas era la de la familia Hizu, proveniente de Guangzhou. Cuando aquella macroempresa decidió establecer la mayor parte de su producción allí mismo, ellos emigraron a nuestro país con la esperanza de que, estando tan lejos, aquella compañía no llegara a hacerles daño.

      El padre, Wáng, había reunido el poco dinero que habían ahorrado después de una vida de sacrificios y vino a España junto a su mujer, Mei, y su hijo de 15 años, Yun. Al principio, aunque no fue fácil, consiguieron abrir su pequeña tienda de ropa en un local en el centro. Sin embargo, con el paso de los años, las ventas cayeron en picado en favor de aquella empresa de su lugar de origen, que parecía perseguir la desgracia de la pequeña familia de Wáng.

         Como una plaga, la gente parecía adicta a los productos que vendían a través de aquella estúpida aplicación. Precios ridículamente baratos, regalos, promociones… Era imposible competir con ellos. Los recibos empezaban a acumularse y, cuando por fin Wáng bajó definitivamente la persiana, la deuda era inmensa.

          Yun se había adaptado bien al nuevo país. Tenía un grupo de amigos con los que había encajado y, aunque al principio le costó, su gran capacidad y su tesón lograron que se convirtiera en el alumno con mejores notas de la clase.

         Ahora la ruina del negocio de su padre ponía en riesgo la posibilidad de acceder a la universidad con la que tanto había soñado. Aquello lo enfurecía; no podía quedarse de brazos cruzados.

         Ese verano, les dijo a sus padres que lo pasaría en China, en la casa de su abuela, a la que decía extrañar mucho. Viajaría solo y prometía volver antes de comenzar el curso. Le pedía a su padre que aguantara con el negocio hasta esas navidades. Que todo iba a mejorar, lo presentía.

       Cuando llegó a su ciudad natal, no le costó mucho recuperar el contacto con los amigos de la infancia. Uno de ellos, Jian, vivía en la zona más acomodada de Guangzhou.

       Cuando lo llamó por teléfono para decirle que había ido a pasar el verano allí, no tardó en ser invitado a comer con su familia, invitación que aceptó con gusto.

        La familia de su amigo era algo peculiar: con una madre ausente por una larga enfermedad y un padre que triunfaba como directivo de aquella famosa empresa, rara vez tenían reuniones familiares en torno a una mesa. Sin embargo, aquella ocasión era especial: el hijo del cabezota Wáng había vuelto, y el padre de Jian no quería dejar escapar la oportunidad de saber cómo les iba en Europa. Sobre todo, después de que Wáng renunciara a unirse a la empresa alegando que su pequeña tienda de ropa era suficiente para mantener a su familia.

        Yun trató de no dar detalles de la verdadera precariedad en la que se encontraban, pero dijo que buscaría un empleo en verano para intentar llevar algo de dinero de vuelta a sus padres y ayudarlos. El padre de Jian, regocijándose por dentro al saberse más listo y poderoso que Wáng, y fingiendo una inexistente preocupación por el que había sido su amigo, le ofreció a Yun un puesto en la empresa, en la cadena de empaquetado de la compañía.

        —Quién sabe —le dijo—, quizás alguno de tus paquetes acabe en manos de tus padres.

      Tras aquello, se rió dejando ver unos amarillentos dientes que a Yun le parecieron especialmente tétricos.

       Aceptó el puesto de trabajo agradeciendo la oportunidad. Cuando entró en aquel enorme edificio, supo que estaba en la boca de una bestia gigantesca que devoraba miles de negocios como el de su padre. Alguien tenía que hacer algo.

       No falló ni un día. Siempre era el primero en llegar y el último en irse. Incluso se ofrecía a doblar turno siempre que tenía la posibilidad. No tardó en darse cuenta de la cantidad de cientos de miles de paquetes que salían de aquel centro cada día.

       Intentaba no detenerse a mirar los países de destino de aquellos envíos; sin embargo, una mañana tenía en sus manos uno dirigido a España. Lo apretó entre sus dedos pensando en que cientos como aquel eran los causantes de la ruina de sus padres. Entonces, se le ocurrió algo.

      Lo bueno de vivir en la zona más pobre de la ciudad era que tenía contactos con gente muy peligrosa, quienes le facilitaron una serie de productos químicos que había pedido. Con todos ellos unidos en pequeños pulverizadores, que agotaba en menos de una hora, rociaba todo tipo de productos textiles, de baño, de hogar, menaje de cocina… Al principio solo lo hacía con los que se dirigían a España; sin embargo, cuando pensó en cuántas familias estarían bajando las persianas de sus negocios, comenzó a rociar cada paquete que pasaba por sus manos.

        Las primeras muertes en Europa no tardaron en producirse. Uno tras otro, la gente caía en distintos lugares y países. Nadie era capaz de relacionar las causas y, mientras pensaban en un ataque terrorista a gran escala, la gente, por miedo, dejó de comprar en línea y volvió a acudir a sus tiendas de confianza. Cuando, al finalizar el verano, Yun volvió a casa, su padre le contaba entre lágrimas que se había producido un milagro: la tienda volvía a darles la oportunidad de soñar con una vida mejor.


miércoles, 25 de junio de 2025

El grano

          No había sido coqueta, nunca. En realidad, tenía la autoestima justa para salir de casa e ir al instituto. Poco más. Mi vida se había resumido básicamente en la repetición de ese único trayecto una y otra vez durante el invierno y se modificaba solo para ir a la biblioteca en los meses en los que el centro educativo estaba cerrado.

         Nunca había tenido demasiados amigos precisamente por ello. Sin embargo, no había conocido otra vida así que, como no puedes extrañar algo que no has tenido, me sentía completa en mi pequeño mundo.

         Mis padres estaban siempre demasiado ocupados para darse cuenta de ello y, si algún amigo de ellos se lo comentaba en alguna cena, ellos se escudaban en “es que es rarita” sin importarles si yo estaba delante o no.

          Esa falta de interés alguno fue lo que hizo que ni me inmutase cuando noté que me había salido un bulto en medio de la frente. Al principio, supuse que era un grano propio de la adolescencia. Algunas de mis compañeras de clase montaban un drama cuando les salía alguno. Para mí sin embargo solo suponían un fastidio cuando eran dolorosos o aumentaban mucho de tamaño.

          Así que cuando vi aquella protuberancia no le di la menor importancia. En mi instituto parecía invisible por lo que no se molestaban ni en hacerme bullying. Directamente me hacían el vacío, lo cual agradecía ya que ninguno de mis compañeros me parecía lo suficientemente interesante. Nadie reparó en mi grano como tampoco lo hicieron en todos los anteriores.

          Al día siguiente, el grano había aumentado de tamaño, no tanto hacia fuera, más bien lo notaba hacía dentro. “Mierda” pensé, estos eran de los que dolían y tardaban más en irse. Aun así, no intenté sacármelo ni maquillarlo o taparlo con el flequillo como hacían los demás. Simplemente seguí con mi vida normal.

          Fueron pasando los días y aquello seguía aumentando. Yo no me miraba nunca al espejo, me vestía en mi cuarto y bajaba directamente a desayunar. Aquel día, como todos los anteriores, mi madre estaba preparando el desayuno para mi hermano pequeño mientras él no dejaba de hablar contándole mil tonterías que ella escuchaba pacientemente.

          Al entrar en la cocina, mi hermano me miró y dejó de hablar. Me miraba extrañado, yo le sonreí porque supuse que para él igual era la primera vez que veía un grano tan grande. Mi madre que estaba de espaldas atendiendo las tortitas me preguntaba si iba a querer alguna. Le dije que no mientras me sentaba. Cuando ella se acercó a la mesa con el plato de tortitas de mi hermano reparó en mi aspecto y con una cara de absoluto miedo me miraba desconcertada.

          —¡Virgen Santa! Pero…

          No pudo articular mucho más ya que se puso a buscar con manos temblorosas su teléfono móvil en el bolso. Escuché que llamaba al doctor Arizmendi para pedirme una cita urgente para hoy mismo. Cuando colgó la llamada llamó a gritos a mi padre que casi se corta afeitándose al escuchar el grito de horror de mi madre. Le pidió que llevase a mi hermano al colegio, que me tenía que llevar a urgencias.

          Siempre que escuchamos la palabra “urgencias”, tengamos la edad que tengamos, nos alarma. Yo pensé que mi madre estaba montando un circo por un grano, sin embargo, ella no era así. La de veces que nos arrastró a la escuela haciendo caso omiso a nuestras quejas de dolores imaginarios solo porque queríamos quedarnos en casa.

          Me cogió del brazo y casi me llevó en volandas al coche. Todo aquello estaba siendo muy raro así que, mientras ella conducía a toda velocidad yo, sentada en el asiento del copiloto, bajé el parasol del acompañante que ocultaba un espejo minúsculo. Al poder ver mi reflejo, entendí la alarma de mi madre.

          El grano, o lo que yo pensaba que era un grano, tenía en el centro algo parecido a…no podía ser, era… ¿un ojo? Aquello no parpadeaba, pero la morfología era inconfundible. Yo más que miedo sentía una inmensa curiosidad.

          El médico que nos atendió lo primero que hizo fue llamar a dos especialistas para que bajasen a hacerme pruebas, mediciones, fotos…se alejaban y susurraban entre ellos. Luego, a mi madre le explicaron que se trataba de un teratoma, una especie de tumor de origen embrionario. Al parecer era habitual que desarrollasen algunas facciones humanas como ojos, dientes o pelo. Al parecer era necesario operarme, sin embargo, por la situación en la que se encontraba el mío, tan próximo al cerebro, querían probar otros métodos antes del quirúrgico. 

         Mi madre firmó un montón de papeles y autorizaciones y nos fuimos de allí con decenas de citas por los distintos especialistas. Yo me sentí bastante molesta, no quería perderme tantas clases, pero al ver la cara de preocupación de mi madre, no dije nada.

         Cuando al día siguiente aparecí en el instituto, por primera vez la gente me miraba, se apartaban de mi con la boca abierta o me señalaban sin reparo. Me sentía tan observada que ir allí se empezó a convertir en un suplicio. Sin embargo, algo me despertaba cada mañana, ese algo que me llevaba a empujar hacia la carretera al pequeño Tom por burlarse de mí, a clavarle un lápiz en la cara a Anna por insultarme en el pasillo o a tirar por las escaleras a Mike cuando enseñaba una caricatura mía a sus amigos en el pasillo hacia el patio. Tres incidentes que me han traído a esta habitación acolchada. Me han preguntado mil veces por qué lo hice, no lo sé. Simplemente algo dentro de mí tomó esa decisión.


miércoles, 18 de junio de 2025

El olor

          Cada día que pasaba odiaba más aquel pequeño piso en el extrarradio en el que vivía. Los últimos recortes presupuestarios en la facultad de Historia le habían obligado a mudarse a aquel horrible apartamento.

         No tenía más que una única y diminuta habitación por lo que se había visto obligada a montar un improvisado despacho en uno de los laterales del salón. Tampoco le importó demasiado ya que no veía nunca la televisión ni esperaba visitas.

         Cuando la simpática mujer de la inmobiliaria le enseñó el sitio no pudo ocultar su decepción. Lo cierto es que la franja de precios que podía permitirse era tan reducida que todos los que habían visitado hasta entonces eran igual de deprimentes. Y parecía que la cosa empeoraba en cada visita por lo que a aquellas alturas había asumido dos cosas. La primera, que no iba a encontrar el piso de sus sueños por menos de cuatrocientos euros, y lo segundo que empezaba a desesperarse al ver que el siguiente piso sería igual o peor que ese, así que susurró poco convencida “me lo quedo”.

         La mujer de la inmobiliaria pareció sentir lástima por ella y le dijo que seguro que con una buena decoración conseguiría hacer milagros. Además, antes de despedirse le estrechó la mano con la promesa de intentar negociar el precio del alquiler. 

         Ella misma sabía que el precio era desorbitado para aquel cuchitril que olía a pocilga. Enseguida trató de convencerse a sí misma de que seguro que era debido a aquella moqueta verde mohosa que recubría todo el piso. Le daba tanto asco que había conseguido lo que su madre siempre le pedía de pequeña cuando le gritaba que no anduviera descalza.

      Dedicó el mes de vacaciones de verano a pintar las paredes, cambiar algún electrodoméstico siempre asumiendo el costo y con la firme advertencia del propietario de que cuando se fuera tendría que dejar esos electrodomésticos nuevos allí.

      Se molestó en cambiar las cortinas y poner otras con colores crema para darle un toque más agradable y elegante y, sin embargo, a mitad se había cansado al ver que era cierto el dicho que dice que, aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

        Para terminar de rematar su sensación de desesperación, a la semana de vivir allí, el piso se llenó de mosquitos. Inofensivos pero molestos. Cuando dejaba los restos de un sándwich en un plato a los pocos minutos decenas de mosquitos se habían quedado pegados en la margarina o en la salsa que contuviera dentro.

        Al principio, pensó que al haber llegado la primavera era algo normal ya que en el portal y las escaleras que subían hasta el segundo piso, el suyo, mostraban la abundancia de los mismos insectos. Compró multitud de insecticidas en espray, pero se cansó de que su vivienda oliera de forma perpetua a citronela. Así que, como había ocurrido en el resto de la operación de decoración, también se rindió. 

        Pasaban las semanas y guardaba la esperanza de que, en septiembre, con la llegada del nuevo curso, el número de matrículas aumentase y la universidad pudiera volver a ofrecer los salarios propios de su cargo. Porque aquellos recortes que habían anunciado como temporales, casi hacía un años que se habían vuelto, al menos en apariencia, definitivos.

        Trataba de buscarle algo positivo a aquel lugar y aunque le costaba reconocerlo, era la vivienda más silenciosa en la que había vivido. Solo tres viviendas en el viejo edificio. Debajo suya, la señora Amparo, una mujer viuda y sin hijos que no tenía más compañía que la de sus gatos y que nunca llegó a ver. En el piso de encima, un marinero de alta mar que según le habían contado en el bar de debajo de casa, se pasaba medio año embarcado y medio año en tierra. Al parecer, se había ido hacía dos meses por lo que no esperaba verle hasta empezado el curso y, con un poco de suerte, como se repetía a menudo, para entonces quizá ya estaría de nuevo en su anterior casa en el Paseo Pereda, junto al mar.

        Un día, cuando volvía de una reunión en la facultad, le llamó la atención ver su calle abarrotada de gente. Todos miraban en una dirección, el portal de su casa. Al ver el camión de bomberos pensó en un incendio, casi al borde de la histeria nerviosa, algún electrodoméstico habría hecho contacto quemando toda la instalación de hilo de un piso atiborrado de paredes de papel pintado y con una moqueta sintética como acelerante.

       Conforme se acercaba, la ausencia de olor a quemado o humo le inquietaron. No tenía nada de valor en el piso, nunca había sido una mujer ostentosa en cuanto a joyas. Y lo único que podía terminar de hundirle sería la pérdida de su portátil o de su proyecto investigador que sumaba ya más de medio millar de documentos y del que guardaba copia en un pendrive, y por suerte, jamás se separaba de lo uno ni de lo otro.

         Se convirtió en otra curiosa más de su propio edificio mientras se aproximaba al mismo. Cuando se encontraba a un par de metros del portal, se tuvo que hacer a un lado para permitir el paso de los sanitarios que llevaban una aparatosa camilla sobre la que descansaba una bolsa funeraria. Al parecer, la señora Amparo había fallecido hacía unos días y su cuerpo se había ido descomponiendo, sirviendo de alimento para los felinos, muertos también. De ahí los mosquitos y aquel olor…pobre mujer.