No había sido coqueta, nunca. En realidad, tenía la autoestima justa para salir de casa e ir al instituto. Poco más. Mi vida se había resumido básicamente en la repetición de ese único trayecto una y otra vez durante el invierno y se modificaba solo para ir a la biblioteca en los meses en los que el centro educativo estaba cerrado.
Nunca había tenido demasiados amigos precisamente por ello. Sin embargo, no había conocido otra vida así que, como no puedes extrañar algo que no has tenido, me sentía completa en mi pequeño mundo.
Mis padres estaban siempre demasiado ocupados para darse cuenta de ello y, si algún amigo de ellos se lo comentaba en alguna cena, ellos se escudaban en “es que es rarita” sin importarles si yo estaba delante o no.
Esa falta de interés alguno fue lo que hizo que ni me inmutase cuando noté que me había salido un bulto en medio de la frente. Al principio, supuse que era un grano propio de la adolescencia. Algunas de mis compañeras de clase montaban un drama cuando les salía alguno. Para mí sin embargo solo suponían un fastidio cuando eran dolorosos o aumentaban mucho de tamaño.
Así que cuando vi aquella protuberancia no le di la menor importancia. En mi instituto parecía invisible por lo que no se molestaban ni en hacerme bullying. Directamente me hacían el vacío, lo cual agradecía ya que ninguno de mis compañeros me parecía lo suficientemente interesante. Nadie reparó en mi grano como tampoco lo hicieron en todos los anteriores.
Al día siguiente, el grano había aumentado de tamaño, no tanto hacia fuera, más bien lo notaba hacía dentro. “Mierda” pensé, estos eran de los que dolían y tardaban más en irse. Aun así, no intenté sacármelo ni maquillarlo o taparlo con el flequillo como hacían los demás. Simplemente seguí con mi vida normal.
Fueron pasando los días y aquello seguía aumentando. Yo no me miraba nunca al espejo, me vestía en mi cuarto y bajaba directamente a desayunar. Aquel día, como todos los anteriores, mi madre estaba preparando el desayuno para mi hermano pequeño mientras él no dejaba de hablar contándole mil tonterías que ella escuchaba pacientemente.
Al entrar en la cocina, mi hermano me miró y dejó de hablar. Me miraba extrañado, yo le sonreí porque supuse que para él igual era la primera vez que veía un grano tan grande. Mi madre que estaba de espaldas atendiendo las tortitas me preguntaba si iba a querer alguna. Le dije que no mientras me sentaba. Cuando ella se acercó a la mesa con el plato de tortitas de mi hermano reparó en mi aspecto y con una cara de absoluto miedo me miraba desconcertada.
—¡Virgen Santa! Pero…
No pudo articular mucho más ya que se puso a buscar con manos temblorosas su teléfono móvil en el bolso. Escuché que llamaba al doctor Arizmendi para pedirme una cita urgente para hoy mismo. Cuando colgó la llamada llamó a gritos a mi padre que casi se corta afeitándose al escuchar el grito de horror de mi madre. Le pidió que llevase a mi hermano al colegio, que me tenía que llevar a urgencias.
Siempre que escuchamos la palabra “urgencias”, tengamos la edad que tengamos, nos alarma. Yo pensé que mi madre estaba montando un circo por un grano, sin embargo, ella no era así. La de veces que nos arrastró a la escuela haciendo caso omiso a nuestras quejas de dolores imaginarios solo porque queríamos quedarnos en casa.
Me cogió del brazo y casi me llevó en volandas al coche. Todo aquello estaba siendo muy raro así que, mientras ella conducía a toda velocidad yo, sentada en el asiento del copiloto, bajé el parasol del acompañante que ocultaba un espejo minúsculo. Al poder ver mi reflejo, entendí la alarma de mi madre.
El grano, o lo que yo pensaba que era un grano, tenía en el centro algo parecido a…no podía ser, era… ¿un ojo? Aquello no parpadeaba, pero la morfología era inconfundible. Yo más que miedo sentía una inmensa curiosidad.
El médico que nos atendió lo primero que hizo fue llamar a dos especialistas para que bajasen a hacerme pruebas, mediciones, fotos…se alejaban y susurraban entre ellos. Luego, a mi madre le explicaron que se trataba de un teratoma, una especie de tumor de origen embrionario. Al parecer era habitual que desarrollasen algunas facciones humanas como ojos, dientes o pelo. Al parecer era necesario operarme, sin embargo, por la situación en la que se encontraba el mío, tan próximo al cerebro, querían probar otros métodos antes del quirúrgico.
Mi madre firmó un montón de papeles y autorizaciones y nos fuimos de allí con decenas de citas por los distintos especialistas. Yo me sentí bastante molesta, no quería perderme tantas clases, pero al ver la cara de preocupación de mi madre, no dije nada.
Cuando al día siguiente aparecí en el instituto, por primera vez la gente me miraba, se apartaban de mi con la boca abierta o me señalaban sin reparo. Me sentía tan observada que ir allí se empezó a convertir en un suplicio. Sin embargo, algo me despertaba cada mañana, ese algo que me llevaba a empujar hacia la carretera al pequeño Tom por burlarse de mí, a clavarle un lápiz en la cara a Anna por insultarme en el pasillo o a tirar por las escaleras a Mike cuando enseñaba una caricatura mía a sus amigos en el pasillo hacia el patio. Tres incidentes que me han traído a esta habitación acolchada. Me han preguntado mil veces por qué lo hice, no lo sé. Simplemente algo dentro de mí tomó esa decisión.