Aquello que la Humanidad llevaba años buscando, él lo había conseguido sin proponérselo. Era invisible. Durante un tiempo había conseguido salir de su anonimato cuando a un grupo de adolescentes se les ocurrió inventar una historia sobre su procedencia. Aquella historia formó parte de las leyendas urbanas de la propia ciudad durante un tiempo, pero de nuevo su existencia había vuelto al ostracismo de las miradas.
Vestido de harapos, cubierto de una mugre perpetua y con los largos pelos cubriéndole prácticamente el rostro, costaba saber muchas veces si tenía incluso los ojos abiertos o cerrados.
Durante el día se sentaba en el suelo del parque más grande de la urbe. Con la espalda posada en un árbol y la mirada perdida en el infinito, escuchaba el sonido de los pájaros. A veces él mismo silbaba buscando imitar aquel alegre canto, otras hablaba consigo mismo en un hilo de voz que se había ido ahogando hasta convertirse en un murmullo ininteligible.
Por la noche, se volvía una sombra más. Desde el banco donde dormitaba o en la entrada de algún portal que le protegía del frío, se envolvía en las múltiples capas de ropa sucia y hasta que se dormía se dedicaba a escuchar el ruido nocturno de la ciudad.
Por norma general, la gente evitaba pasar cerca suyo. La mayoría de las veces no miraban hacia donde se encontraba calmando así esa hipócrita moral cristiana de la que alardeaban en misa los domingos y que los adoctrinaba para ayudar a los más desfavorecidos. Aquella “ceguera” temporal les permitía seguir con sus vidas y comer caliente cada día sin remordimientos.
Sin embargo, no faltaban aquellos que le soltaban improperios, le escupían o intentaban agredirle mientras dormía. Una mañana, mientras estaba contemplando los primeros brotes verdes de la primavera en las ramas del árbol en el que estaba posado, se acercó a él un pequeño caniche blanco. Él permaneció muy quieto mientras el can se acercaba curioso a olisquearlo. Posó sus dos patitas delanteras sobre el abdomen de aquel hombre buscando el contacto directo con sus ojos. Cuando ambos estaban frente a frente, el hombre sonrió y el pequeño animal empezó a mover su rabo como demostración de su simpatía. El vagabundo pasó su áspera mano por el lomo del perro que agradecido daba vueltas en circulo buscando más atención.
Desde lo lejos, una señora enfundada en un carísimo chaquetón y unos altos tacones tiró de la correa que iba sujeta del cuello del caniche dejándolo medio asfixiado sobre dos patas con una mirada de susto.
—No se te ocurra volver a tocar a mi perro, a saber cuántas enfermedades puedes contagiarle. Ahora tendré que lavarlo para que no huela a ti. Miserable, tenía la esperanza de que el frío te matase, pero llega la primavera y aquí sigues. ¡Qué asco, por Dios!
Con paso acelerado se alejó de allí mientras el vagabundo la seguía con la mirada hasta que se metió en uno de los portales más lujosos de aquel barrio. No pudo apartar la mirada en todo el día. Dentro de su pecho había nacido una llama de ira. La injusticia de un hombre que había perdido todo desde la muerte de su hija. De tenerlo todo ahora era un don nadie, sin embargo, nunca había hecho daño a nadie.
Aquella noche esperó en frente del portal al paseo nocturno del pequeño animal. De nuevo bajó aquella estirada mujer que parecía mirar con miedo hacia ambos lados de la calle. Apuraba al pobre can para que terminase sus necesidades para poder volver al calor del hogar.
Cuando amaneció, encontraron el cuerpo de aquella mujer colgando del cuello de la rama de aquel árbol del parque donde horas antes había sacado lo peor de ella. Cuando la policía llegó al lugar vieron cómo el cadáver de aquella había sido “decorado” con colillas de tabaco, en los mechones de su pelo se apreciaban más de una docena de chicles de distintos sabores, en los orificios de nariz y oídos asomaban restos de heches de distintos perros ya resecas. A sus pies había algunas botellas con restos de orina como los que solían encontrar en los polígonos próximos allí.
Fueron tantos los restos de ADN que resultó imposible cerrar el caso y detener al culpable que miraba sentado a unos metros de allí cómo descolgaban del árbol a aquella mujer mientras silbaba una alegre melodía.
como siempre genial.solo me keda una duda....el perro se keda con el verdad??🤔🤔🤔??
ResponderEliminarPor supuesto¡¡¡ Ambos se merecen una vida mejor¡ Un besazo Noe y gracias por leerme¡
ResponderEliminarOhhhh!! Qué injusta es la vida!! Enorme Rocío...como siempre.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Patri¡ Gracias por leerme, preciosa. Un besote para ti
EliminarAsombroso!😳😄
ResponderEliminarMuchas gracias, Charo. Un abrazo muy grande¡
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