jueves, 24 de abril de 2025

El caldo

          Poco a poco salió del trance y volvía a escuchar el goteo del grifo o el viejo motor del frigorífico. Sabía que uno de estos días dejaría de ronronear lastimeramente. Hacía días que lo habían hablado, no era el momento adecuado para comprar un nuevo electrodoméstico.

     Ya no estaba segura de poder seguir zurciendo los calcetines de sus hijos. Algunos de ellos, mermados ya por tantos lavados, transparentaban. Se las había ingeniado para convertir las sobras en novedosos platos al día siguiente a los que les ponía nombres inventados para que sus hijos no pudieran repetirlos en el colegio.

     Ya no necesitaba apuntar la lista de la compra en ningún lado. Compraba cada producto en un supermercado distinto, aun a varios kilómetros de casa para ahorrar unos céntimos. En el Mercado Central le guardaban al acabar el día los huesos que eran para tirar fingiendo que los usaba para alimentar a unos perros que nunca tuvo. Con ellos preparaba deliciosas sopas que sus hijos adoraban.

      En la despensa abundaban los botes envasados al vacío por ella misma de suculentos fumet de pescado que preparaba con las cabezas, espinas y tripas de los pescados cuando los limpiaba.

        Había conseguido amasar barras de pan que nada tenían que envidiar a las mejores panaderías. En la charcutería de al lado de su portal le guardaban los recortes de las piezas que ella, fingiendo llevárselas a una familia muy necesitada que conocían en el pueblo, aprovechaba para triturarlas con quesitos y hacer un “paté de los mil sabores” como lo había bautizado.

       En ocasiones fingía molestias de estómago para poder repartir su plato con sus dos hijos cuando veía que llegaban del colegio exhaustos y hambrientos. Alguna vez se le había ocurrido proponerle que la dejase buscar trabajo. Quizá podría ir a limpiar alguna casa. La respuesta en el mejor de los casos era un grito, nadie debía saber que no era capaz de alimentar a su familia.

        Ella no entendía cómo era posible que su marido, que jamás había faltado a un día de trabajo, que cada vez pasaba más horas fuera de casa, cobrase cada vez menos. Jamás se había quejado. Al contrario, siempre le esperaba con una sonrisa compasiva en el rostro y un delicioso plato humeante en la mesa.

       Llevaba meses sin viajar al pueblo a ver cómo se encontraban sus padres. Ambos eran muy mayores ya. La última vez su madre le había comentado que la notaba más delgada y ojerosa. Él le reprochó que había dejado de cuidarse y que ya no se ponía bonita como antes. Se sintió tan culpable que lloró durante horas.

         Aquella mañana, mientras ella caminaba por el paseo de la ribera del río en dirección a la mercería en busca de un carrete de hilo negro, todo cambió. Con paso distraído y con la mente en la disculpa adecuada para conseguir que le rebajase el precio del hilo alegando una calidad cada vez peor, le llamó la atención una furgoneta que aparcó en doble fila al otro lado de la calle.

       No le costó reconocer el logotipo de la empresa de su marido. Aquello le dibujó una sonrisa en su rostro. Torció el camino y atravesando el césped pensó en acercarse a saludarlo. Aún estaba a bastante distancia, pero veía perfectamente el rostro de aquel junto al que se había levantado cada mañana de los últimos veinte años de su vida.

       Quizá tenía que hacer alguna reforma cerca de allí. Vio cómo cogía algo de la parte de atrás, seguro que eran las herramientas, pensó. Sin embargo, una explosión de color en forma de ramo de flores asomaba frente a su rostro. ¿Le había comprado flores? Se detuvo. Si era una sorpresa no quería estropeársela. No entendía por qué cargaba ya con el ramo tan lejos de casa. Quizá él la había visto caminado por el paseo. 

      Su sonrisa era tan grande que por la falta de costumbre le dolían las mejillas de ambos lados del rostro. Un portal cercano a él se abrió dejando salir a una chiquilla de no más de veinticinco años. Llevaba una larga melena morena cayendo sobre su espalda desnuda. Se acercó a su marido y enroscándose a su cuello lo besó apasionadamente tras recibir aquel enorme ramo de flores.

        Ambos subieron al piso. Allí paralizada en medio del césped quería huir, quería llorar, quería poder dejar de mirar el portal por el que su marido había llevado su traición con él. Sin embargo, sus piernas se habían vuelto dos anclas de hormigón que la obligaban a ver el espectáculo. Un cuarto de hora más tarde volvió a ver abrirse aquella puerta. Su marido se acicaló su revuelto pelo en el espejo retrovisor del coche. Volvió a casa olvidando el hilo negro que necesitaba para remendar la cazadora de Pablo para el día siguiente. 

      El frigorífico, con su rugido hipnótico, la mecía hacia una realidad en la que tenía algo cogido entre sus manos. Comenzaba a notar como sus rodillas entraban en contacto con un cálido líquido. Al mirar hacia abajo se encontró con el cuerpo ya sin vida de su marido. Se puso de pie muy despacio. Notando como el filo del cuchillo poco a poco salía del cuerpo inerte. Se dirigió al fregadero y lo lavó. Sentada en una silla de la cocina miraba a su marido. Con calma, de sus labios salió una única frase, “ni para hacer un buen caldo valías”.


7 comentarios:

  1. Pues merecido está 🤣😅

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    1. Eso le pasa por jugar con las personas, efectivamente. Un besazo preciosa mía¡¡

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  2. Como siempre gran relato.me encanta cada semana recibir uno y esperarlo impaciente hasta acabar con gran satisfacción y una sonrisa de ver que cada día eres más grande😜😜😜😜

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    1. Pero qué bonita eres Noe¡ Mil gracias por seguir semana tras semana leyéndome, un besazo¡

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  3. Ni yo lo quiero. Vaya rematazo le has dado, mejor no había podido acabar. Me parto a carcajadas con tus relatos, pq me encanta el giro que le das a la historia. Ha estado genial y brutal.👌😘

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    1. Mi Charo, qué amor de mujer. Hay algunas personas que no saben el tesoro que tienen a su lado y juegan con los sentimientos de los demás. Un abrazo enorme¡

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  4. Ostras Rocío, menos mal que no tengo quien me ponga los cuernos... Qué relato más bueno.

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